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EL TALLER DEL DIABL0

EL TALLER DEL DIABL0

 

Por:

 

Abraham Méndez V.

 

 

EL TALLER DEL DIABL0

 

XI

 

La hermana Milagros de las Mercedes Guzmán recorría todas las tardes y regresaba todas las noches la distancia de un kilómetro que hay entre la El Mesetal y el municipio de Xaragua. Asistía a los cultos evangélicos que se oficiaban en la única iglesia que había entonces en toda la provincia de Santa Cruz de Las Uvas. Era a finales del de la década del 40 o a principios de la del 50 del siglo próximo pasado. De regreso a El Mesetal, el último paraje de la Santa Cruz de Las Uvas al sur, en la prima noche, junto al resto de los hermanos en Cristo. Pero a veces tenía que hacer la travesía sola, pues ocurría por menesteres de la vida que iban llegando uno a uno  con el Dios te bendiga a flor de labio.

 

La iglesia estaba en una casita de palma-cana, de una sola pieza, sin la acostumbrada división de dos aposentos de las casas dominicanas. Allí cantaban cánticos de alabanzas al Señor Dios, Uno y Trino, conforme a los parámetros de la iglesia cristiana primitiva, sin que el cansancio fuese sentido jamás por tales religiosos.

 

Entre los dones que Jehová Dios había repartido entre la comunidad pentecostal de entonces, estaban unos tan antiguos como la presencia del hombre en el planeta tierra. Por ejemplo, la hermana Milagros de las Mercedes Guzmán tenía del don de sanidad y del canto y de la predicación trascendente, en el nombre de Cristo; fueron pocos los enfermos con fe por los que ella oró que no se sanaron. En cambio, el hermano don Armando Delvallegrande, que fue el primero en convertirse y lograr el arrepentimiento de los otros parientes para formar esa primera iglesia protestante, pues catolicismo había por doquier entonces, recibió del Señor Dios el don no solo de sanidad al igual que la hermana Milagros, sino también otros dones más, como son el don de interpretación y de hablar en lenguas, así como el don de profecía y de la predicación. Era el copastor y primer diacono de la iglesia de Xaragua. Don Armando tenía también el don expulsar los demonios en el nombre de Cristo, ¿no?

 

Pero, como se sabe habían  días en que los hermanos y hermanas de la iglesia de Xaragua no venían juntos desde El Mesetal, cosa que hacía que no se sintiera el kilómetro que caminaban a pie y nunca en burros ni de a caballos. Pero lo más raro del mundo es que hubo un día en que la hermana Milagros no asistió al culto cristiano. Pasaron tres días. Entonces la iglesia mandó al hermano Armando por ella. Don Armando era el fundador de la iglesia entre ellos, fue y la escoltó hasta Xaragua, y allá, en la reunión dominical, la señorita Milagros les contó la causa por la cual no estaba yendo a la iglesia, pero que oraba y adoraba al Señor en casa.

 

El caso era que un lugareño llamado Geño, por cierto muy trabajador, pero testarudo como toro en sabana, estaba enamorado de la señorita Milagros de las Mercedes, la hermana más ferviente de la iglesia en Xaragua. El hombre la esperaba en El Córbano Hachado, perseguía la muchacha acosándola para que se casaran por ahí mismos, como era costumbre entonces, y se detenía en las puertas del pueblo. El hombre estaba más enamorado que un perro bolo. Emperrado. Luego de un tiempo, al no lograr persuadirla con palabras prometedoras, pues se trataba de una mujer llamada por el mismo Espíritu Santo a realizar una importante obra misionera por todo el país y el mundo entero y lo último que tenía en mente era meterse en una cocina a preparar los alimentos a uno comecocos, ¿no?  No. Eso no era verdad. Salcochar tilapias del Lago Enriquillo  era para otra. No para Milagros de las Mercedes Guzmán Delvallegrande. Al ver sus ilusiones perdidas, el tal Geño amenazó con matarla. O era de él o no era de nadie. Palabra de rey.

 

Al otro día, un jueves por la tarde, la esperó con su colin tan bien alifado en la diestra, se veía tan afilado que espejeaba como un espejo, y la muchacha se mantuvo firme; no se fue al monte con él, a pesar de los muchos amagos que le hizo, de volarse la cabeza.

 

Milagros, la llamó el Geño...

 

¿Qué quiere usted conmigo? No le he dicho que soy una servidora de Dios, que no puedo atender sus ruegos. ¿Qué quiere usted, eh? Apártese de mi vista, Satanás.

 

La muchacha llevaba un paso rápido, que diríase que corría, sin asomo de cansancio. Era hermosa, oreada de virtudes, una hermosa india de cabellos lacios y ojos negros grandes como una princesa oriental. De cuerpo muy bien proporcionado, menuda, ni flaca ni gordita. Quien la veía seguramente pensaba que la hermosura de Anacaona no desapreció en la matanza del Xaragua éste. ¿no?

 

Tú me vas a querer, Milagros. ¿Qué no? Tú me vas a tener que querer y  tendremos muchos hijos tú y yo, o con este machete alimaito te cortaré la cabeza, Milagros Guzmán. O eres mía, o no eres de nadie, ¿no? Sí. Te digo que tú me vas a querer, Milagros Guzmán, o ya tú sabes, ¿no?

 

Yo soy de Dios únicamente. Apártate de mi, Satanás.

 

Y después del jueves la hermana Milagros no volvió al culto de la iglesia. No le dijo nada a su primo Armando, porque sabía que buscaría al tunante aquel y lo enfrentaría, para que la dejara quieta, y ella no quería problemas. Antes bien, esperó que la iglesia se reuniera después de la escuela dominical, que ella misma impartía de manera magistral. Eran tiempos heroicos aquellos, ¿no? Había entonces en Xaragua una hermana llamada Toña, que era la dueña de la casa donde estaba la iglesia; no pagaban alquiler, por voluntad de la hermana Toña; y puso el dedo en la llaga cuando dijo:

 

¿Y no es ésta la casa de Cristo, el Hijo Dios, de quien es la venganza?

 

Sí, así es, hermana Toña.

 

Oh, ¿Dónde está la fe de ustedes?

 

Todos tenemos mucha fe, hermana Toña.

 

Si nuestra fe es del tamaño de un grano de mostaza, oremos que Dios ha dicho: yo pagaré, la venganza es mía, ¿no? Agarrémoslos de las manos y oremos. Oremos, que el taller del diablo son las manos ociosas.

 

Así estuvo la iglesia orando tarde y noche, en largos cultos de oración. Pasado esa semana, cuando se reunieron en la escuela dominical, llegó la noticia. La hermana Nela llevó la noticia, y después de haber descansado un poco la carrera del camino, dijo:

 

Murió el hombre.

 

¿Qué hombre, muchacha?

 

Oh, muchacha. Geño, ¿no?

 

¿Y qué le pasó, dime?

 

Oh, dicen que estaba cortando víveres en su conuco y encontró un ratón entre las manos de un tremendo racimo de guineo y que Geño quiso matarlo, lo corrió hasta la empalizada que da al camino por donde sube el camión de la guiñéera a recoger los víveres del campo, y se cortó una mano, y hace poco que murió de un pasmo, ¿no?

 

La hermana Toña Rivas estaba orando de rodillas frente al banco del altar de Dios, cuando Nela les contó a las hermanas Milagros de las Mercedes Guzmán y a Sofía lo ocurrido en La Hija, barrio del extremo oeste de Xaragua. La muchacha había cruzado corriendo todo el poblado, con la noticia milagrosa. Al oírla, la señora Toña dio un saltó que casi pega en el caballete de la iglesia de Cristo. Estaba llena del Espíritu Santo. Esa noche el Espíritu de Dios derramó sus ricas bendiciones. Pero, después de todo, alguien habló en lengua y don Armandito dijo que el Espíritu Santo habló en lengua. Que la hermana Milagros debía pastorear su propia iglesia en Santa Cruz de Las Uvas, en el barrio El Jacho, en la antigua calle Ramfis Trujillo, esquina calle de El Matadero, donde el Diablo había echo residencia y había que desalojar unos malos espíritus que se habían encuevado en el corazón del pueblo, ¿no?, mientras la hermana Toña seguiría pastoreando la iglesia de Xaragua. El hermano Armando recorrería la región y fundaría otras iglesias de la Asamblea de Dios, además de que tendría por misión especial darle a Dios en el pueblo de Santa Cruz de Las Uvas, junto a la hermana Milagros de las Mercedes y  a otros hermanos, en solar que Dios proveerá el resto, el primero y más grande templo religioso para adorar al Dios verdadero.

 

Eran gente pobre. Humildes. Ricos de fe y todo se hizo según la voluntad de Dios. Aleluya. Todo lo demás es harto conocido, ¿no? Y es que como decía la hermana Toña siempre, las manos ociosas son el taller del Diablo, ¿no?

 

Nota: Capítulo XII, de la novela LA SANGRE DE LAS UVAS, de Abraham Méndez V.

 

 

 

 

 

 

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