LA POESIA COMO SUSTITUTO DE LA VIDA
LA POESIA COMO SUSTITUTO DE LA VIDA
Por
Abraham Méndez V.
Apolinar Perdomo (1882-1918) Hijo de don Federico Perdomo y doña Dolores Sosa, nació el 7 de octubre de 1882 en la villa de Neiba, donde su padre desempeñaba entonces un cargo administrativo, y murió en Santo Domingo el 27 de diciembre de 1918, víctima de epidemia de influenza” (Antología Dominicana, preparada en colaboración por Vicente Llorens, Pedro René Contín Aybar y Héctor Incháustegui Cabral, pág. 286).
Apolinar Perdomo Sosa, de quien se dice en la precitada Antología Dominicana, que “en la apreciación de la poesía de Apolinar Perdomo, casi exclusivamente amatoria, nuestra crítica coincide, en general, tanto en señalar la carencia de una técnica depurada, como en admirar sus dotes de espontaneidad y su verbo sonoro y brillante al mismo tiempo que una delicada y natural sensibilidad poética”, fue siempre un reto para todos los poetas y escritores, no sólo de Neiba, sino de la República, especialmente para el poeta Fabio Fiallo, que es quien más le disputa el título de Poeta del Amor. Entre los poetas barahoneros, por ejemplo, Apolinar Perdomo, D. Moreno Jimenes y Juan Sánchez Lamouth, fueron clásicos, de una influencia capital.
Angel Atila Hernández Acosta (Quinito. 1922-1995), fue un gran escritor, político y abogado litigante que murió el 24 de noviembre de 1995, poeta de la generación del 48, autor de una que otra obra de teatro que fue representada a comienzos de los años sesentas en el Casino Unión Neibera, Inc.) y sobre todo fue un eminente cuentista y autor de una novela publicada, Carnavá. De joven tocaba la guitarra en las fiestas que se prolongaban hasta el amanecer y en la banda de música local tocaba el saxofón. Después, cuando combinó su vida de poeta con la del político y el ejercicio de la abogacía, vivió plantado en su famosa mecedora rinconera que aun después de vieja y sin balance que Quinito Hernández Acosta conservó como una reliquia porque en ella se habían sentado Juan Bosch y Joaquín Balaguer.
Un buen día me quejé de su mutismo ante su esposa, doña Ruddy Medina de Acosta, que Dios siempre tenga en gloria, pues era una mujer muy amable, en extremo delicada, y hacendosa por demás, y me secreteó, diciendo: “No, Abradjam; al doctor le gusta hablar; ven a partir de las seis; después del juego de dominó, se pone a fumar mientras espera el juego de pelota de la tele... A esta hora, no sé por qué, habla mucho... el doctor Quinito”.
Y así lo hice. Fue tal como dijo su amable dulcinea, Ruddy Medina de Hernández, que Dios la tenga siempre en gloria. Quizás esta fue la razón por la cual le encargó a Ruddy, poco antes de pasar al otro mundo, que yo tuviera a cargo el panegírico, que tuve el honor de cumplir al final de la misa de cuerpo presente que se le tributó en la voz del padre Delfín Novega en la Parroquia San Bartolomé de Neiba. Luego, a petición de los directivos del Consejo Parroquial, la extinta presidenta del Consejo católico, me pidió que reiterara el panegírico, esta vez por escrito, en el día de la última misa en honor del gran poeta. Me emocioné mucho, más aún cuando María Davis me dijo que el Monseñor Mamerto Rivas Santos se había interesado en el panegírico desde su gloria de incienso de oro y mirra del Obispado de Barahona.
Después de la última misa, junto al Dr. Manuel Labour (Don Lico), el Coronel P.N., Carlos Feliz Suárez (don Calino), doña Dalila Pérez Perdomo de Melgen que entonó cánticos divinos junto a otras dos señoras, y los Doctores Santiago Silfa –su sempiterno compañero de oficina-, Nelson Elías Méndez Vargas –su compañero de andanzas políticas con la Fuerza Nacional Progresista-, Rafael Ramírez y Ramírez y la Licda. Lisset Surcart Feliz, quien, aunque no fue su discípula en la UCE, admira la obra literaria del maestro, acompañamos a la familia Hernández Medina, encabezada por Héctor y Atila, después de la misa, pusimos flores en su tumba, el Dr. Manuel Labour improvisó unas palabras breves y significativas en las que recordó que la última vez que había venido a Neiba fue al entierro del doctor Arcadio Pérez Cuevas, y que como en aquella ocasión en que dijo que más que el cuerpo del Síndico moralizador entonces que esta vez, también, no había muerto el doctor Angel Hernández Acosta, sino el mismo pueblo de Neiba, por lo que había tenido un pacífico y bien merecido descanso. Yo, por mi parte, recité, al igual que en la Parroquia, recité despacio y melancólicamente un soneto que el Dr. Quinito Hernández había escrito para el preciso momento de su sepelio, titulado A MI MADRE, y que dejó en manos de una Maestra. Leamos dicho soneto.
A MI MADRE
Cuando mi vida solo sea la triste
llama del cirio que al llorar se apaga;
cuando el último beso que me diste
brille en mi frente como flor en llaga;
cuando el camino que a mis pies abriste
en aguas de tristeza se deshaga,
y ya no exista para mí la vaga
ilusión de vivir lo que viviste,
cuando este árbol solitario incline
al paso del dolor su anatomía,
y tu recuerdo al corazón no anime
a seguir palpitando noche y día,
emerge de la tumba, y dime,
si vendrás a mi encuentro, madre mía.
Verdad es que el doctor Angel Atila Hernández Acosta era un exiliado en su propia tierra. Escritores y poetas de muchas latitudes lo habían tratado, incluso le habían rendido homenajes, pero, en el fondo, muy pocos habían podido compenetrarse con aquella alma generosa, callada y taciturna.
Para mí fue siempre algo sublevante poder sentarme en confianza con aquel hombre gestual, que hablaba como escribiendo en el aire con el humo sin tiza del cigarrillo siempre llameante. Como abogados que a veces peleábamos en los estrados, defendiendo intereses encontrados, cuando volvíamos a hablar de las cosas del espíritu, siempre comenzábamos diciendo él, o diciendo yo, que nos queremos mucho, y que todo lo demás son pleitos de novios que no podían producir ninguna separación entre nosotros, porque las puertas afectivas de nuestros corazones necesariamente tenían que permanecer abiertas, por encima de todas las miserias humanas....
En una ocasión de esas en que el doctor Hernández Acosta había terminado las labores del día, así como del juego de dominó apostando cervezas que él apenas sorbía, mientras esperaba sentado en su famosa mecedora cabraleña la transmisión televisiva del juego de béisbol, habló buen rato, y me contó que don Freddy Prestol Castillo le amaba mucho, y que un día el autor de Pablo Mamá, vino de Santo Domingo a buscarlo, a Neiba. Prestol Castillo le dijo que había habilitado en su oficina un tremendo escritorio para el Dr. Quinito, a quien quería como compañero de bufete, porque consideraba que allá le esperaba un futuro muy promisorio; y a lo que el autor de Carnavá le contestó, diciendo: “Hermano Freddy, ahora tú vienes a matar un hombre para darle vida a otro”. Entonces Don Freddy le preguntó: ¿Hermano Quinito, a cuál doy vida, y a quién mato, con esto que te propongo?”. Después de un breve silencio lleno de humo envolviendo su mano gestual, el autor de Las Hojas Caídas, le respondió, diciendo: “Ah hermanao Freddy, vienes a matar al poeta, para darle vida al abogado”, y ahí terminó el intento de Freddy cambiar el destino de aquel hombre cuando exclamó estas palabras: “Entonces, si es así, hermano Quinto, qué viva el poeta, y que se muera de hambre, el abogado”. Así, pues, la poesía devino a ser sustitución de la vida por elección propia, y no-iluminación del ser, acto creador únicamente significativo, liberador del espíritu que hay dentro de las cosas. Y al igual que Apolinar Perdomo, el autor de la novela Carnavá nunca publicó un libro de poesía, sino que se limitaron a publicarlas a través de periódicos y revistas de circulación nacional, así como regionales. Ambos fueron personalidades polifacéticas.
Hasta la fecha, no he leído ningún poema que Apolinar Perdomo Sosa dedicara a Neiba, aunque se dice que le cantó muchos durante la celebración de las patronales de San Bartolomé, en agosto de 1910. Perdomo dejó Neiba cuando entraba a la pubertad, se desarrollo y se hizo adulto y una celebridad del modernismo en Santo Domingo, y el propio Joaquín Balaguer, aun en las postreras entrevistas literarias que concedió a los medios de comunicación, siempre tenía que recurrir a la poesía de Apolinar Perdomo como ejemplo de romanticismo puro, aunque le otorga a Fabio Fiallo la gloria del título de poeta del amor. Balaguer también dedicó “A una niña de Neiba”, su poema ROSA SILVESTRE, que aparece en La Venda Transparente. Quinito Hernández escribió Canto a Neyba, y otras poesías que son merecedoras que el Presidente Constitucional de la República, doctor Leonel Fernández Reyna, a través de la Secretaría de Estado de Cultura, bajo el digno rectorado del Lic. José Rafael Lantigua, recopile y publique la obra completa de Quinito Hernández Acosta. Que sepamos, éste tampoco dedicó un poema a Las Damas, hoy Duvergé, su tierra natal, de la cual salió a vivir a Neiba cuando entraba a la pubertad, hasta la hora de su muerte. De manera que toda la vida del Dr. Angel Atila Hernández Acosta fue la aspiración pura de inmortalizar el nombre de Neiba, para que como dice en su Canto a Neiba, vengan un día las montañas a besar los fangales...
Y desde el día en que el abogado comenzó a morir de hambre para poder darle vida al poeta, la poesía fue, en la vida del Dr. Hernández Acosta, una sustitución de la vida. Dejó de vivir sólo confiado en la posteridad. De ahí la importancia de su poema Las voces de mañana, publicado por Manuel Rueda en el suplemento cultural Isla Abierta de HOY, en julio de 1987, donde el poeta forma parte de esas voces de mañana, aquellas que ayer jamás fueron oídas. “Repicará alegres en las torres del viento, / porque ya la alborada/ del día que se espera/ se abrirá como un libro de paz entre los hombres,/ y no habrá ya señales/ de sombras en la tierra,/ ni frías hondonadas,/ ni picos en soberbia”. Es el día en donde las armas de guerra serán convertidas en rejas de arado. El poeta dice que “estarán los puñales/ por siempre enmohecidos”. Hermoso idealismo, divino. Leámoslo de nuevo.
LAS VOCES DE MAÑANA
Por:
Angel Hernández Acosta
inventariar el alba con los ojos distantes
de aquel polvo amarillo
que el paso del silencio
levanta en los caminos solitarios del llanto;
decirle ¡adiós! al sueño
que en lugar de ser sueño nos viene en pesadillas;
aprender las estrofas
de amor
que la paloma recita en cada tarde,
quizás porque las sombras recogen sus campanas
cuando sienten vecina la claridad del canto.
También será posible
retorcer los cuernos a cada toro negro
para que el hombre muera
tan sólo de su muerte
y no se diga nunca
que el ataúd que pasa lo clavaron cantando.
Supe que la azucena
remite su presencia
convocada en la noche a intención de la espina,
que vienen las montañas
a pedir
de rodillas
un beso a los fangales,
porque ya se presume
que algún día la luna ladrará con los perros,
y los viejos caminos,
destructores de espejos,
borracho que en el fondo
sin final
de los tiempos
guardan la biografía de todas las angustias,
buscarán otras huellas,
otras hojas rodando,
y se irán con el viento a llorar en los mares.
Nada entonces valdrá
la lámpara que un día incendió los rosales,
ni la niña
de espumas
que ascendió a las estrellas en un barco de aromas,
ni el beso de la gloria en las frentes podridas,
ni el amor negociable como pan de sonrisas.
Nada valdrá tener
sangre de mediodía
ni encender cardinales hogueras de alabanzas,
porque ya las palomas
estarán de regreso a los muros del alba,
y los claros trigales
de la espera anhelantes,
melenas de sollozos por siempre despeinadas,
darán frutos diurnos en las viejas comarcas
que ayer retuvo el hombre demarcadas al cinto.
Qué haremos con las manos cruzadas a la espalda,
cenizas invernales
regadas sobre el pecho,
y esta flor encendida remendando destinos,
y este brazo reciente,
de amor
enardecido abriendo otros mañanas de sudores más justos.
Quién bajará la vista
cuando vengan las hojas de otoño
por caminos
ignorados de entonces
cuando al pan eran un astro apenas conocido
y no tenían las sombras agujeros de frío.
Nadie,
nadie hallará su nombre oculto en las barajas
ni encontrará en los bordes de las tazas leídas
caminos que no sean
aquellos que borraron
el día en que el obrero se detuvo ante un lirio.
Porque entonces amor dará la bienvenida
en el temprano aliento
de las rosas que ocupan
el lugar de la espina,
y estarán los puñales
por siempre enmohecidos,
y las voces que ayer jamás fueron oídas
repicarán alegres en las torres del viento,
porque ya la alborada
del día que se espera
se abrirá como un libro de paz entre los hombres,
y no habrá ya señales
de sombras en la tierra,
ni frías hondonadas,
ni picos en soberbia.
Sólo entonces podría la lluvia detenerse
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