UN PUNTO APARTE (Cuento)
UN PUNTO APARTE
De algo tiene uno que morir en la vida. ¿El Sida?, si da que dé. Esa es verdad, sí, a opinión de necios, de gente como Sulpicio Vásquez. Después que le dieron de baja en la marina de guerra por mala conducta, Sulpicio Vásquez volvió a casa de su pobre madre, doña Corina Vásquez del Corral. La doña desvive –nadie con razón diría que vive,- con su quinto marido, un Juan de los palotes que un día ganó el premio mayor de la Lotería Nacional, y ella lo quiso en un último intento de ser feliz en este valle de lágrimas que es la vida, porque la puerta y el derecho de una mejor suerte nunca se cierra en el corazón de una mujer. La sufrida madre creyó en vano que sus días sombríos habían terminado, cuando en verdad parecían estar comenzando. Juan Alegría era su marido, su quinto esposo consensual y ya iban por tres muchachos, más los dos varones y cuatro hembras de sus anteriores esposos de hecho, traídos al mundo bajo el estigma de un único sueño: basta que salga uno bueno. Sin embargo, la señora Corina Vásquez del Corral quería que ese fuera Sulpicio. Era su hijo predilecto. Alegría gastó millón y medio en una lujosa jippeta que utilizó mayormente para montar locas y amigos de tragos que no tardaron en despilfarrar la mayor parte del premio, hasta que un mal día un tal Sombrillita, que era su amigo de infancia y había regresado desde la capital del país después de veinte años de ausencia, se accidentó con la jippeta, la cual quedó vuelta añicos. Los tres cadáveres quedaron irreconocibles, incluso hubo casi hacer esfuerzos increíbles para poder sacar a Sombrillita y a los dos adolescentes que le acompañaban, quedaron completamente aplastados por la carrocería de último modelo. Residían en una casita de madera cuyo solar no costó ni la cuarta parte del dineral invertido en la jippeta, y peor aun, la casita tenía un gravamen hipotecario de primer rango ya vencido y Juan Alegría, en su haraganería absoluta, no parecía preocuparle el asunto. La pobre madre era la única que lloraba en secreto, pero la delataban el negro aro del insomnio alrededor de los ojos aletargados. Ciertamente, no era fácil ella tampoco, había tirado mil brincos en las últimas campanas políticas y finalmente, después de haber planchado algunas sábanas con la espalda, pegó en un empleo de sueldo mínimo, y ahora hijo y padrastro no son más que dos mantenidos gracias a las privaciones de una mujer que no quiere dar un paso más a peor suerte, salvo el del suicidio, y todo el mundo sabe que las mujeres resisten más el stress que los hombre y por eso las mujeres se suicidan menos que los hombres. Después de todo, sus padres murieron ahogados en alta mar, cuando intentaron cruzar el charco del Caribe en yola de remo y motor, y, como eran hijos únicos ya huérfanos, sus primos más bondadosos se encargaron de criarla aunque andando de aquí para allá, hasta que sus buenas piernas, sus nalguitas paraditas como popa de barco y sus pechos de gallina alzada cruzando los aires, le dieron al verano feliz de su primer marido. No tardó en tener otro, y otro, y otro, y otro más. Sulpicio era Vásquez, como ella, aunque fuesen entonces nadie, eran de buena familia, ¿no? Siendo raso de la marina de guerra, Sulpicio cayó preso, pues se dejó sobornar por unos organizadores de viajes ilegales y tuvo un tiempo de bonanzas, hasta que sus superiores inmediatos investigaron el hecho del enriquecimiento ilógico, luego que una embarcación fuera interceptada rumbo a Puertorro y un tripulante lo denunció. Ahora miren, devuelta a casa, después de haber cumplido los dos años de prisión que le impuso un tribunal militar. Y los puñetazos que suele protagonizar, bajo los efectos del alcohol hasta el grado del puerco, con su padrastro Juan Alegría, también borracho, eran motivos de grandes escándalos que no terminan en masacre gracias a la intervención de la vecindad.
Pero de algo tiene uno que morir en la vida, Sulpicio vivía sin pensar que la muerte existe, hasta que un buen día su madre quiso meterlo como obrero en la zona cañera y allí una haitiana de enormes glúteos y pechos poderosos como sus grandes pies descalzos, le pegó el Sida. Era una morena hermosa, de cabellos de alambres de púas, de esas negras de la boquita estrecha y los dientes de leche, ay mama, y le pegó el Sida. Sabía que el Sida andaba por ahí, ampliando segundo tras segundo una cadena de muertos calientitos, pero era por todos consabido que el dominicano no sabe lo que es una mujer hasta que no se lo pega a una haitiana, ay mama, de esas morenas de boquita estrecha y dientes de lecho, con cocomordan y todo, ay mama. Pero el amor es más fuerte que la muerte, está en una región de la conciencia que es completamente irracional, y solo después de habérselo pegado y sentido esa descarga eléctrica del corazón por todo el torrente sanguíneo, el hombre piensa, ay, Dios, ¿cuidado si tenía el Sida? Nadie piensa en el Sida antes de meter el dedo sin uñas en el hoyito de flor de aullama con aroma de café con mofando del placer sexual. Luego, cuando son enterados que están contagiados del virus fatal, andan también por ahí, vuelto una máquina asesina, dando el mismo pan que recibieron, ¿no?
Cada prima noche, pues, lo primero que hace este muchacho loco de Sulpicio Vásquez, es telefonear a sus amigachos de la infancia, viejos desertores de la secundaria como él, y se ponen bien pepillitos y salen al parque central o se van a cualquier municipio de la provincia de sal, o a los mismos bateyes, a picar muchachitas locas, algunas de las ellas son de papi y mami que llevan una doble vida. Hay casas de amiguitos y amiguitas que son verdaderos sitios de citas amorosas. Generalmente son chicos consentidos, con uno que otro padre fuera del país, que gastan en dólares y tienen buenos vehículos o pasolas. Sulpicio Vásquez sabía entrelazarlo todo. Era el rey de la selva. Con decir que es Vásquez del Corral, ¿no?
¡Pero mi hijo¡ ¿Qué has hecho con tu vida, mi hijo? Yo siempre soñé que fueras un profesional, un hombre de bien, y mira en qué te me has convertido.
Yo no te pedí que me traigas al mundo, déjame quieto, mamá.
¡Ay mi Sulpicio¡ Siempre pensé que tendrías la vida que yo no tuve. ¿No me esforcé lo bastante? Dios sabe que sí. ¡Ay mi hijo¡ ¿Quién me ayudará a levantar y educar tus otros hermanitos y hermanitas? Al menos déjame llevarte mañana temprano al médico, a ver si te receta algo contra esa pulmonía, a ver si se te quita ese catarro amarillo que te ha entrado…
Al otro día temprano, sin desayunarse ni tomar café, fueron al médico; éste le indicó varios análisis, incluso de la sangre. Cuando volvieron en la tarde por el resultado, el galeno dijo al joven que esperara en el banquito del pasillo de la clínica y habló claro con la madre del don Juan. Su hijo, señora, tiene Sida. Es una enfermedad nueva, incurable. La mujer sintió que el mundo se acababa. Solo pudo preguntar: ¿Cómo doctor, no me diga eso, doctor? Sulpicio es la niña de mis ojos, doctor. ¿Qué hago yo ahora, doctor? El médico se reclinó hacia atrás, se pasó la mano por el rostro y se sacudió la nariz y dijo a la angustiada mujer: Señora, el Sida es una enfermedad que mata a largo plazo, si su hijo tiene buenas defensa, podría durar cinco, diez o quince años con la enfermedad, como cero positivo HIV. La señora Corina Vásquez del Corral sabía que su vida, desde ese momento había dado un vuelco del carajo, su hijo tiene Sida; su vida quedó divida en un antes y un después del diagnóstico. A partir de entonces su hijo sería ya un punto aparte, socialmente hablando. Lo peor del caso era decírselo a Sulpicio y tratar de conformarlo a su buena suerte, pero el joven nomás atendió a gritar en el pasillo de la clínica: ¿Por qué a mi…?
Si antes era una máquina asesina, pegando el Sida sin saberlo, ahora Sulpicio lo hacía a conciencia, mientras iba levantando la lista de un cementerio vivo. Saberse contagiado del Sida, estar conciente de ello, de que sus días serán más breves que toda otra vida, incluso puede ir contando sus días con los dedos de la mano sin necesitar usar los dedos de los pies, hizo que Sulpicio ni piense en la buena defensa inmunológica que le dio la vida. ¡Que desgracia! En primer lugar, madre e hijo querían que nadie lo supiera. Pero, al fin y al cabo, los encargados de la salud secretean a los suyos para que se cuiden y se corre la voz. Además, al ver que Sulpicio era una máquina de muerte callejera, la señora Corina Vásquez del Corral, volvió al médico y éste le aconsejó que lo dijera a sus vecinos y que en la iglesia pidiera públicamente la ayuda de Dios en oración… La noticia corrió en alas de palomas. Sulpicio se sintió, de pronto, acorralado. Quiso matarla. Gracias a Dios, Juan Alegría pudo evitarlo, pues sirvió para algo en la vida. Ciertamente, divulgar la verdad tiene un efecto económico provechoso, pues organizaciones no gubernamentales internacionales prestaban ayuda en la lucha contra el Sida a nivel mundial.
¡Ay mi hijo bello! Me dolió hacerlo. Me duele decir que tienes Sida. Pero, ay, es la verdad, ¿no?
Desgraciada. Ya no eres mi madre… Desgraciada, ¿qué Sida del diablo?
Perdóname, hijo mío, perdóname. No tuve otra alternativa. Pero es la verdad, y siempre estaré a tu lado, para cuidarte, hasta el último suspiro. Eres hijo del amor de mi vida. Naciste cuando yo era una adolescente llena de ilusiones, hijo mío.
El dolor de la pobre madre fue mayor cuando Sulpicio Vásquez dormía y lo escuchó hablando solo, diciendo: El Sida. Madre, el Sida. ¿Y por qué a mi, madre, por qué? Pensó la madre, al oírlo de madrugada: Dios sabe cuando come. Confórmate, mi hijo. Era el amor de su vida.
Dios, ¿por qué a mi, Dios, por qué? En resumidas cuentas, los mismos trabajadores de salud extienden a sus parientes más cercanos y a amigos íntimos sus secretos profesionales, para que se cuiden, pues el Sida no se ve en la cara, ¿no? Y la voz de alarma recorre el pueblo como en alas de palomas. Sulpicio Vásquez del Corral tiene Sida. Escondido en sí mismo como agua entre los dedos. Corre la voz. Corre el enfermo, de pueblo en pueblo. Y sus mejores amigos en todas partes le sacan el cuerpo. Solo los extraños lo aceptan hasta que saben la verdad. Dios, ¿por qué a mi, Dios, por qué? La sensación y el dolor de un muerto en vida lo acompañaban por todas partes, como una sábana de desgracia. Dios, ¿por qué a mi, Dios, por qué?
Y tuvo que irse de Tierra del Fuego, luego tuvo que volver y volvió a irse una y otra vez, porque las aves migratorias llevaban la noticia a todas partes. Sulpicio tiene Sida. Dios. Sulpicio sabía que uno muere el día que deja de existir, cuando el aliento de vida desparece del cuerpo, pero él había nacido muerto, pues había nacido y crecido sin padre en el mundo. Nunca comprendió por qué era el hijo del gran amor de su madre, cuando nunca conoció a su padre, además de que un amor tan breve, una aventura tan loca no podía ser tan eterna. Pero dice Aristóteles que a nadie se le puede impedir vivir en la ciudad donde nació, y Sulpicio regresó a casa de su madre por última vez. Se veía deprimido, desgarrado, flaco, todo un tremendo saco de hueso, pues para sobrevivir había tenido que mendigar por el mundo entero. Obrando con justicia, como esa enfermedad no se pega en un saludo, ni con nada que no incluya intercambio de fluidos provinieres de los órganos sexuales del hombre o de la mujer o de cualquier otra animal contagiado con la mortal pandemia, la pobre madre decidió acoger al hijo enfermo, pero primero decidió darle una orientación a sus otros hijos, quienes desde siempre estuvieron renuentes a convivir con el hermano enfermo, tanto por miedo a la enfermedad como al qué dirán los vecinos, ¿no?
Sulpicio del diablo, por ti nos vamos a morir todos del Sida, Sulpicio del diablo.
No mis hijitos, cada quién dormirá en su cama, sí.
¿Y las picaduras de los mosquitos, madre, que transmiten paludismo, malaria, y matan más gente al año en el mundo que todo el resto del reino animal, madre. ¿eh?... ¡Que se vaya al diablo, madre!
Era, en verdad, un punto aparte. La solución fue simple, Sulpicio Vásquez dormiría en el patio, en un colchón con su mosquitero… Pero qué va, de madrugada lo acostaba en la sala de la casa, mientras sus otros hijos roncaban como unos chonchitos. Después de todo, entre los trastornos del Sida, estaba el insomnio, los temblores repentinos, el deseo de andar por ahí pegándoselo a cualquier tonto, macho o hembra, de aquellos con uno o dos aritos en las orejas, ¿no?, y a todo el que de pendejo era heterosexual o no. Era algo así como la rabia del sexo. Sus hermanos y hermanitas no eran tontos. Sabían que Sulpicio dormía en la casa, pero, a la larga, a pesar de la frialdad, como su madre lo amaba más que al resto de los hijos, diríase que con un afecto suprairracinal, más ahora en que el hijo malo y más amado estaba cogido por una enfermedad incurable que mataba dos veces: tanto el especto moral como el físico del ser humano, todos irían sufriendo el aislamiento social.
Madre, yo soy la segunda en esta casa, ¿no?
Si, Bertica. Dime.
Quiero cocinar la comida de mis hermanos. Usted seguirá cocinando para Sulpicio y para papá Juan, ¿si?
La madre jamás aceptó esa discriminación del resto de sus hijos, pero peor era verlos morir de hambre, y aceptó el reto de Bertica. Y es que, sin ser un punto aparte aun Bertica había perdido ya a su novio, a causa del qué dirán de la gente, ¿no? Sus amistades escolares, así como algunas vecinas, se aislaron de ellas y del resto de sus hermanitos. Entonces la buena madre, aunque no estaba de acuerdo, cedió con gusto la petición de la adolescente. Gracias a Dios, Sulpicio abandonó la comunidad nativa y se fue a Tierra del Fuego, de ahí pasó más al oeste, hasta que un día cualquiera se estableció en la misma guardarraya fronteriza. Alguien que lo vio por ahí vino y dijo que le iba de maravilla, echo todo un gigoló.
Entonces la mala noticia llegó de Jimaní todo el mundo sabía que Sulpicio Vásquez tenía Sida, como muchos otros que no se atreven a reconocerlo en público, pero lo que nadie sabía era que Sulpicio se había ido a vivir a la tierra del Sida: Haití. Vivía encuevado, viajando de Pueblo Viejo a Fond Parisien, contrabandeando cosas. Su condición de exmilitar lo favoreció mucho. A veces enviaba cajas de ropas de pulgas, latas de aceite que su madre solía vender inclusive, enviaba zapatos a sus hermanitos y hermanitas. Allí no vivió como un punto aparte. No. Allí reside el culo del mundo y nadie pone pero ni puntos de menos a nadie. No. Mientras tuvo esa haitianambra con la boquita chiquita y los dientes de leche, Sulpicio Vásquez vivió un amor de vudú, bestial y real. Pero, arriba, en la montaña, cien días de que pasaron por allí unos pastores de iglesia y fueron echados a patadas por aquellos pobladores de dura cerviz hijos del contrabando y la venta de armas y drogas y adoradores del diablo, de madrugada, bajó desde lo alto de la montaña el río Blanco y arrasó con todo, y la mala noticia llegó a casa de Sulpicio Vásquez. ¿Sulpicio Vásquez no será ya un punto aparte? Y la pobre madre, que tanto amaba al hijo desarraigado e hijo del único amor que sintió a profundidad en su vida, la pobre Corina Vásquez del Corral, apenas pudo gritar al cielo:
¿Por qué a Sulpicio, Dios mío, por qué al hijo de mi corazón, Dios mío?
Mientras, el Gobierno Central, las iglesias de la República y la comunidad internacional, iban en socorro de las víctimas de la riada del río Blanco en Jimaní.
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