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PRIMERO CONTACTOS CON EL POETA QUINITO HERNANDEZ ACOSTA

PRIMERO CONTACTOS CON EL POETA QUINITO HERNANDEZ ACOSTA

 

 

 

Cuando era un  muchacho de 16 años fui a casa del poeta Ángel Hernández Acosta, por recomendación de don Manuel Arturo Acosta Sierra, escritor y poeta neibano a quien tributé tiempo después un homenaje lírico en prosa por el periódico La Verdad del Sur, y que apareció en la Antología de Escritores y Poetas de la Provincia de Bahoruco, de Juan Solano Pérez Ferreras, erróneamente atribuido, junto a dos sonetos, al egregio amigo, a quien dediqué  ese poema en prosa, viejo autodidacta que sí aparece entre los poetas de la Antología Literaria de Neyba, de Eddy Mateo Vásquez.

 

El caso fue que llegué a la casa de Hernández Acosta en la calle Apolinar Perdomo 90, contigua del Destacamento de Policía Nacional de nuestra ciudad, un sábado al mediodía. Entre las personas y clientes presentes recuerdo a don Rufo Acosta Nin, quien esperaba firmar un contrato convencional, y, entre otros, a Adonis, su seguidor inseparable, y  guardaespaldas irremplazable. Alguien me pasó el Listín Diario del día y lo leí, luego oí complacido los cuentos de caminos y jocosidades de algunos presentes. Don Payón, el amigo barbero del doctor que contaba muchas de las tradiciones que servía de materia prima al escritor, acababa de recortarlo y el poeta a veces interrumpía el dictado a su secretaria para reírse, a pesar de que su risa solía ir acompañada de una tos seca que él ahogaba llevándose un pañuelo a los labios enjutos. Todavía tenía puesta la camisa con pelos en la espalda, fumaba una y otra vez y ya, cuando pensé que era imposible hablar con aquel hombre famoso, pero indudablemente en la miseria, llegó don Repipín, con quien siempre hablaba en un banco del parque, y que iba de regreso a casa, y así pude ser presentado.  Me extendió la mano huesuda y largurucha, y me abordó con cierto entusiasmo.

 

n      ¡Que tal! ¿Cómo dices que te llamas?

n      Abradjam.

n      Ah, usted es Abradjam.

n      Sí, doctor, soy yo...

 

n      Usted es el famoso muchacho que brincaba la verja de la escuela en recreo para oírme defendiendo en el Tribunal...

n      Ese mismo, doctor.  Es usted un eminente orador, doctor.

n      ¿Yo? Que va. Eso es que usted va a ser abogado.

n      ¿En que puedo servirte, Abradjam?

n      Bueno, doctor, yo les traje unos poemas para que usted los vea y me dé  su opinión...

n      Sí.... ¡Cómo no! Pónmelos ahí, en la mesa. Y vuelve dentro de unos tres días...

n      Bien, gracias doctor Quinito...

 

Realmente sentía el bienestar de estar en la casa del poeta ÁNGEL Hernández Acosta, el autor de Las Hojas Caídas. don Ripipín era ya mi amigo y hablábamos en el parque central, de suerte que me dijo:

 

n      Abradjam es apellido Méndez Vargas.

n       

n      Ah sí... yo soy Méndez por mi padre y Vargas por mi mamá. Los llevo atrás, pero el don de la poesía que nos viene de los Vargas.

n      Sí sí. Así es.

 

Durante más  de dos meses el poeta Quinito Hernández Acosta me puso a dar viajes, pues no había  podido leer mis poemas. Me alegraba sin embargo visitarlo con cierta frecuencia. Era la casa del doctor Hernández Acosta.  Y era Méndez Vargas como yo, no. Un día la paciencia se me agotó y le dije que volvería, pero no le mencionaría lo de los poemas, ya. Una tarde cualquiera los encontró y me  devolvió los seis o siete poemitas, unos en versos libres y otros con rimas... 

 

Los encontró dentro de una novela cuyas páginas estaban carcomidas por las trazas y mierdas de cucarachas. Arriba, sobre la rústica encuadernación, en letras a creyón corridas con grafías como de niño, se destacaba el título: Los caballos blancos contra los caballos negros, novela. La levantó con orgullo y me dijo:

 

n      Esta novela, Los caballos blanco contra los caballos negros, la escribí para tumbar el gobierno del doctor Joaquín Balaguer, pero cometí el error de decírselo a un joven poeta que frecuentaba mi casa. y fue y me delató, y tuve a punto de perder la vida...

n      Guárdela para el futuro, doctor.

n      Sí, sí, Abradjam. En gran medida es mi novela Otra vez la noche, publicada en el 1972.

 

Para todo el pueblo de Neiba el doctor Ángel Hernández Acosta era uno de los hombres más inteligentes del suroeste.  (VES QUE QUITE EL OTRO TODO INNECESARIO) Sus hijos e hijas, sencillos y obedientes, iban a la escuela y permanecían en la casa, a la antigua.

Eran tiempos violentos, según el buen ejemplo que se daba desde el poder. Su casa era su oficina de abogado litigante, y era también, el Partido, que lideró.  Y la gente iba y venía, con sus problemas, enfermedades, desempleos, desorientados, golpeados en sus derechos constitucionales, hambrientos, o simplemente deseosos de tomarse una taZa de café y jugar una partida de dominó, pero NUNCA (ESTÁ DE MÁS) nadie ni el propio poeta miró hacia los problemas que necesitaban solución dentro del hogar. Casi nadie iba tras el poeta, aunque todo el mundo aplaudía al poeta.

 

En fin, después de más de tres meses, una tarde cualquiera, encontró mis poemas junto a los folios de una novela carcomida por la traza. Sacudió EL LIBRO y el polvo nos hizo toser. Leyó mis versos en menos de cinco minutos. Subrayó  un verso libre que decía: solar de aguas secas, y me dijo:

 

n      Abradjam. Queme estos poemas. Olvídelos. Se  puede hacer poesía sin tener la suficiente preparación para ello, pero sería imperfecta.

n      Entonces, doctor Quinito, ¿qué hago?

n      Quiero que vayas a la Biblioteca y vuelve después que hayas leído El Diario de un poeta, de Alfred de Vigny, francés.

n      Luego te diré qué otros libros debe leer...

n      Así lo haré, doctor Quinito. Gracias, doctor.

Antes de irme fijé mi vista sobre un libro que el poeta estaba leyendo. Era la Moral a Eudemo y a Nicómaco, de Aristóteles.

n      ¿Lo quieres leer?

n      Sí, me gustaría leerlo. Es de Aristóteles, doctor.

n      Al tiempo que gozaba las páginas de la Ética, de Aristóteles en casa, leí de un tirón el Diario de un poeta, de Alfred de Vigny, un francés que hizo llorar a las mujeres de su tiempo. Ya yo no era el mismo muchacho  andariego. Comencé leer. La Biblia,  A orillas del filosofar de Fernández Spencer, y  después de haberlo leído el propietario de ese ejemplar, mi amigo Mauricio Acosta Pérez, me dijo: Veo que te gusta la poesía. Te lo regalo, Abraham. Y fue aquel mi primer libro, aparte de la Biblia. A través de los mil y un conversatorios que tuvimos Fremio Mauricio Acosta Pérez, de tarde en tarde hasta caer la noche, mientras estudiábamos Derecho en la Extensión de la U.C.E. en Neiba, conocí las ideas de José Ingenieros, el autor de El Hombre Mediocre, y otros autores matrices.

 

El milagro de la poesía es una ilusión. Así surgió en mí cuando mi madre que ha vivido toda la vida leyendo La Biblia todo el día, hasta en los momentos en que se sienta mientras cocina los alimentos de la familia, y un buen día tuvo la idea  de llamarme para que viera el plenilunio de los bellos amaneceres neibanos y después seguí yo sólo contemplando el cielo y sus cuerpos celestes, hasta con los ojos cerrados, ¿no?

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