PRIMER CAPITULO DE LA NOVELA EN UN SANTIAMEN
I
Y NOS sentábamos día tras día bajo la fresca sombra de este antiquísimo palo verde, en cuyas raíces viven las almas de los muertos; como la cáscara guarda el palo, en verdad este árbol nos dirá cómo salvar la amarga circunstancia que nos consumía la carne y los huesos, ¿no?
En la vida uno tiene un libro para resolver los conflictos ajenos; mas no así los propios, y tenemos que desvivir improvisando frente a un porvenir más ciego que una vieja en baile, ¿no? De haberlo sabido antes, sí, cuando aquel cuervo asentabáse cada mañana con su graznido de luna en luna sobre el cogollito de la palma real del traspatio, entonces todo hubiera sido distinto. Mas, entonces, era tan hermoso verlo ahuyentando las ciguas echadas en sus palomares de espinas y palitos llenos de huevos, o de pichones cañonantes. El negro pájaro defendíase de los ruiseñores y zumbadores que lo atacaban ferozmente, cuando huía de su trono celestial. Después de las dos o tres tazas de café humeante que Rosina del Prado me servía cada mañanita del mundo, observaba, durante luengo rato, el cuervo azabache, aleteante... Diríase que era como una ave viejísima, dada la refulgencia de las negrísimas alas. Su alevosía era calculada cuando devoraba con el pico de piedra los huevitos puestos en los bien edificados pajonales; aceptaba con resignación los picotazos que les daban las ciguas, mientras devoraba, en un santiamén, entre las pencas de la palmera-real, por paquetes, los nidales. Y luego alzaba vuelo. Cuando los ataques se los daban por debajo de las alas, el malvado se iba lejos, hasta que su sombra besaba las tranquilas orillas del Lago Enriquillo. Por allá era enfrentado tenazmente por ruiseñores y zumbadores que defendían su dulce hábitat... En ese caso, echaba para atrás y volvía al cogollito de la palmera, alta y hermosa, como una mujer alta y extremadamente bella... Sin embargo, si hubiera imaginado que mi suerte estaba en aquella
casa de dos niveles de concreto armado y por demás afortunada y feliz, hoy no estuviera yo como todos los días del mundo, bajo la sombra de este antiquísimo palo verde, barriendo las hojas caídas en su suelo bien apisonado, echándole agua a sus raíces, cuidando las avecillas que aquí vienen, mañana y tarde, a las mismas horas fijas, a picar los granos de moro-de-guanduales o los cerezos madurantes de mis coloquios de nubarrones de agosto, ¿no?
Los cuervos hablan, rompen los aires con sus alas de muerte... "correquetecojo", "correquecojo", van con sus graznidos advirtiendo a los humanos. Todas las aves de esos campos, ante los anunciados presagios, rompen los cuatro vientos y se internan en otros lares de esperanzas deforestadas. Los zumbadores, los chinchulines, los picaflores, los petigrís, los manjuiles, las mismas ciguas chirriantes... persiguen a los cuervos; y los ruiseñores, que sólo guardan los límites de su hábitat, desentiéndanse del asunto desde que sus nidos están salvados...
De tarde en tarde, la luz del sol acosa la sombra del palo verde. Nos movemos de sitio, huyendo de la aun ardiente luz. En el cielo de la tarde mugiente, las blancas nubes vacías y dispersas deslíense en el azul inmenso del Vallehondo y, por los lomos corcobeantes de las sierras de lágrimas de resinas de bayahondas, los blancos vagones del horizonte semejan gasas de hospitales cósmicos. Luego, cuando aparece la estrella polar, rutilante, anunciando la entrada de la noche de llantos y baños de hojas hervidas, entonces son visibles las desleídas nubes, hasta que se tiñen de un amarillo-anaranjado y roseo, como flores de féretros de niñas o niños entre encendidos velones funerarios de julio, ¿no? Naturalmente, cada persona humana que nace es una muerte primera, un velorio. ¡No digo tanto la suerte de un entierro! Y es lógico pensar que un día habrá de morir todo el que nació ayer, aun hoy mismo o mañana, ¿no? Mas... ¿por el aleteo desesperado de un cuervo presagioso? ¿No? Creo que es otro el salario que Jehová Dios me ha impuesto, hoy por hoy: salvarte, Rosina del Prado, salvarte siempre, Rosina, siempre, aunque para ello tenga que hundirme en el vientre de fuego de la tierra nutricia; así me lo ha dicho, en sueños, mi difunta abuela paterna, La Buena Guzmán, que era en vida, y aun lo es en mi corazón, una hermosísima india de cabellos negros larguísimos y sedosos brillantes.
De joven, aun después de vieja, La Buena Guzmán, era una mujer muy bella. Hermosa en extremo. A la hora de su muerte, a los noventa y dos años mal contados, su alba cabellera caía sobre su enjuta espalda. Imagínese de joven. De jovencita, empero, no la podía peinar una sola mujer. No. Una mujer la sujetaba la trenza luenguísima, y la otra agarrándole el moño rateado; pasaba, al mismo tiempo, a la otra mujer, la cinta... Su negrísima cabellera negra brillante, lacia, la besaba los tobillotes, de suerte que se iba al suelo cuando corría con las hebras sueltas, ¿no? Su nariz era fina, tipo cafetera, sus dedos como lirios florecidos, sus pequeños pies de loto, y su estatura era como alta palmera. La Buena parecía una habitante precolombina, salvo por su estatura, pues en su sangre traía la mansedumbre de El Indio Viejo de Panzo, el ímpetu de un navegante español llegado desde Moca, y de un soldado francés de los tiempos napoleónicos que sobrevivió herido en brazos de una morena en el sur sur a principios del mil ochocientos, más el lado africano que se supone tenemos todos los antillanos detrás de la oreja, como parte de la esclavitud que nos transportaron los europeos en el siglo dieciséis. Era una mujer prudente, silenciosa, de una límpida mirada de niña ingenua y taciturna que nunca ensombreció, a pesar de todos los pesares. Y no hablaba casi, salvo cosas de ocasión y cotidianas. Pero, ya anciana, en sus ojos fijos, negros de un leve aro azuloso y siempre llenos de una luz como estrella del alma de otros mundos, más altos y mejores, algo como un secreto impronunciable debilitaba a veces la auténtica expresión de sus pupilas, como si a esa edad de la rosa reverenciaran sus labios enjutos el último beso del mundo sobre las alas de su corazón de madre buenaventura y llena de gracia, eterna.
Aconteció un día, de tardecita. La vieja La Buena me mandó a buscar con alguien que iba de paso y fui a toda prisa, quería que le comprara unos espaguetis, sazones y huesos de vaca en el mercado municipal, pues pensaba prepararse una de sus acostumbradas sopas sabrosas, irrepetibles. Mientras cuecía su alimento en un fogón de tres piedras de ríos, mi abuelita bella se sentó a conversar conmigo debajo del palo verde del traspatio. Entonces me habló como de costumbre, con voz suave y dulce, con voz clara como agua de río montañero; puso su mano en mi cabeza y acarició tiernamente mis cabellos crespos como panochas de maíz, pero sin fijarse en que ya me nacían bigotes negrísimos y las patillas en cierne, y me habló de lo orgullosa que ella se sentía de mi padre. Mi progenitor, según me informó ella, a partir de los quince años cumplidos, cuando Julián Prim se hizo policía y se perdió en el mundo sin horizontes de las mujeres, no sólo se había ocupado de la manutención, vestimenta y albergue de su madre y de todos sus hermanos de padre y madre paralelamente a la propia familia que años después tuvo a bien formar, sino que también tuvo la osadía de criar y ayudar a levantar sobrinos, medios hermanos, y muchos años después, nietos. Que hombre más bueno. Y no siguió los pasos de su padre, ¿no? Se humilló al Señor Jehová Dios de los Ejércitos y fue el primer evangélico pentecostal de este pueblo, convertido antes de la muerte del tirano Rafael Leonidas Trujillo. Virtudes y Jorge Guzmán, y otros parientes, le siguieron los pasos... La abuela paterna me habló cosas así, por el estilo, pero ella era una de buenas obras y de una oculta fe y ese fue siempre el templo de su salvación, ¿no? Y quedamos enteramente incomunicados meses enteros, cuando tuve el inocente atrevimiento de inquirirle sobre su más temprana mocedad, y que me hablara sobre todo de su padre, don Eusebito Sena, que murió el mismo día que nació mi padre, según supe muchos años después, y la vieja La Buena Guzmán se echó a llorar, sí, a llorar como una niña huérfana, desconsolada.
¡Era tan ñoña! Y todo se desencadenó como una sorpresiva tormenta, en un vaso de agua. Grandes debían de haber sido sus sufrimientos, para llorar así, ¿no? Yo lo ignoraba entonces... Varios años después, cuando instalé mi oficina de agrimensor en casa del tío Migué Guzmán, que era el hermano mayor de mi abuela paterna, se encariñó mucho conmigo, y yo con él, hasta el ultimó día de su vida; murió de madrugada, cristianamente... Y me confesó que don Eusebito, que era hermano de madre de don Donero Sánchez, (el esterero que, antes de morir, mandó a su esposa que bañare a todos sus hijos con el agua que lavaría su cuerpo yerto, so pena de morir a destiempo el hijo o la hija que no lo hiciera así); don Eusebito, ¡sí!, tenía negocios con el hombre del monte y la niña La Buena era el presente, ¡sí!, de camino real sin vereda. Era un hombre que trabajaba de sol a sol, comía y bebía en su casa o en el río, y no molestaba en casa ajena. ¡Sujeto! Y no pudo entregar al Lucifer el encargo, pues el Angel de las tinieblas venía por La Buena vuelto un espíritu de humo negro que sólo ella podía ver, y no abrazaba sino un cayuco de sangrantes espinas, y ello le costó la vida al socio, ¿no? Había dado a luz a su primer hijo, en las lomas de san Pulin, al pie del trapiche de Mercé Cuevas, y ese mismo día murió el viejo Eusebito. Pues, la vieja Justina Guzmán vino desde Las Damas y la casó de pronto con Julián, porque al Diablo no hace trato sino por mujeres vírgenes. Quince años después, cuando Julián hubo de hacerse miliciano, llegando a ser sargento del cuerpo del orden público, de hombre tranquilo y domestico y trabajador de la tierra, pasó a ser un incesante pescador de féminas, y la bella La Buena decidió quedarte intocada por mano de otro hombre, salvo cuando el padre de sus hijos regresaba de tiempo en tiempo, hasta la hora nona. Murió en su silencio de abeja-reina, olvidada por completo del mundo sin horizontes de los hombres. Vivió con tanta transparencia, al igual que su madre y que su abuela, y me confesó un día que en verdad la gracia de una mujer bella es el motivo de su desgracia. ¡Siempre! Nunca vio hombre que no fuera amante del encanto femenino, amigo de usufructuar el perfume de una flor para luego arrojarla a un lado del camino, deshojada, olvidado de los dones del cielo y de la tierra, para continuar atado a su propia concupiscencia, y por eso permaneció pura y solitaria, como una estrella del alma, al lado de sus hijos e hijas.
La vieja La Buena pensaba que los hombres se van, como el viento que arrastra las hojas de otoño, porque el horizonte escupe todos los días sus luces y sus sombras. Sabía que miseria es lo que ofrecen, como seres humanos. Y aun hoy, pienso con ella que en verdad somos cuando no somos, cuando no somos sino un ser del otro mundo y que otros podrían poner en movimiento y darle nueva vida... Morimos, ¡mira!, damos el verdadero horizonte de la vida, entonces valemos; nacemos; el horizontes es el que comienza cuando este otro termina, y así sucesivamente hasta el infinito de la última voz humana... Sin luz de cristal en el ojo avizor, cuando morimos nacemos y la leyenda cobra vida luminosa, significativa. Entonces la mentira queda satisfecha: es, entonces, el imperio de la verdad.
Una tradición así, de manera inconciente, me había influido. Bárbaramente. Los negros ojos como ánforas de luz de Rosina del Prado, en su luto doloroso, me parecieron semejantes a los de mi primera novia, pero sin el aro azuloso de los ojos de antes de mi abuela La Buena Guzmán. Rosina me impresionó positivamente. Era, empero, un amor que andaba vestido de luto. Su encanto eterno era a título precario. A partir de las recomendaciones de Pedrina Comas, mi secretaria particular, comprendí que el futuro es ciego, inescrutable; y aquella taza de café humeante que me tomé de pie en este hogar desbaratado desde el fondo de la tierra, fue una taza de café que marcó en sus bordes de porcelana sus puntos altos, sus pequeños abismos, lo dijo todo. Secreto designio. ¿Y qué hacer, Dios mío? Y mi obligación era salvarte, Rosina del Prado, salvarte siempre, inexorablemente, salvarte siempre.
¡Hija, hija mía... ven mira!
El llamado entusiasta de Justiniano del Prado, la madre de Rosina, no la sorprendió. La viuda miró con cierto temor a lo alto de la palmera-real. Pensó que su madre iba a maldecir una vez más al cuervo aquél, que acababa de llegar con su "correquetecojo", "correquetecojo", sobrevolando el cogollito del árbol celestial... Y madre e hija recién enviudada, rebelada contra el misterio de la vida, volvió a reír con su madre. Orate, vistió de fiesta la expresión de sus pupilas, sobre las cenizas de la verdad. "correquetecojo", Doblaba yo la esquina de la parada de Munura, según me contó ella misma semanas después, cuando doña Justiniano, la famosa leedora de tazas, desencadenó la rosa fosa de los cuatro vientos, diciendo:
Hija, hija mía, Rosina, ven, fíjate aquí, en las marcas que la energía positiva que dejó el agrimensor sobre la taza de café. Liberato. ¡Miral Es tu salvación. Será tu esposo. Lo dice aquí su taza todavía con la energía positiva de su mano, es el amor de tu vida. ¡Oh sí!, hija mía, no hay mal que por bien no venga, ¿n0?
Entonces madre e hija, se rieron otra vez, felices.
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