CAPITULO III, DE LA NOVELA EN UN SANTIAMEN/ Abraham Mendez Vargas
III
NOCHE TRAS noche, girando hacia el poniente pero visible durante las horas diurnas, el disco de la luna en fiesta pasó a cuarto menguante. Fue bajando al oeste esta nueva luna, hasta quedar convertida en una luminosidad espuelita de gallo...
La rondalla lunar era sustancia de la vividura en aquellas noches cálidas, únicas en el mundo. Durante el día, leía, recitaba poemas, escribía a ratos, o fantaseaba cosas. Después eran los prolongados chapuzones en el balneario turístico... Las Rosas Rojas, un Edén de mil árboles altos y de buen fuste. De sus raíces emergen los plateados riítos que nos dan esa vida vegetal maravillosa, friísima, ¿no?...
Tráeme el acostumbrado Mac Albert. A veces voy sólo, cuando no me acompaña el tremendo can de la casa. ¡Qué felicidad!. Anochecía. El claro oscuro de la tarde agónica, dejaba colar las primeras estrellas, y la noche tendía su mosquitero de sombra sobre las montañas. Salía titiritando de frío de las aguas de Las Rosas Rojas cuando todo cambió. Un bellaco que no pude identificar por el claro oscuro de la hora fatal, tiró la palabra dura. Por todos esos contornos esa voz injuriosa y yo éramos, a esa hora menguada, los únicos que habitaban el cuadrilátero eterno de Adán y Eva, dejé caer un velo al asunto. Pero, aunque traté de darle la menor importancia, llegué aturdido a casa; no sé, como si aquella voz satánica estuviera llena de presagios, al igual que el cuervo de Munura, ¿no?.
Naturalmente, no le conté el cuento a la Señora del Prado, como solía hacerlo con las chascarrillas que me hacían reír a muelas batientes en el bañadero internacional, tan amado en la guerra como en la paz. Mas sin embargo los ojos son la expresión del alma; con su sexto sentido de mujer, a pesar de mi silencio absoluto, ella me sorprendió con esta pregunta:
- ¿Y esa cara de príncipe?. ¡Dime, mi rey!. ¿Y esa cara...?
- ¡Nada!. ¡Princesa, nada!.
- No lo creo, more, no lo creo. Dime...
- Es cierto, princesa. Vengo meditando, enteramente sobrecogido por este párrafo de Balaguer en Los Carpinteros: oye amada mía, oye qué chalona:
""El sol y el aire tenían allí un encanto de que carecían en otras regiones. Las Barías, un conjunto de manantiales que surgen del seno de la tierra seca como dádiva de Dios en medio del desierto, invitaba a la meditación y al ensueño en los días cálidos y en las tardes que en esas zonas del país se prolongan en largos crepúsculos".
Y eso, princesa, que Las Rosas Rojas, en Munura, o Las Marías de Neiba, sinónimo de Las Barías, dicen quítate, ¿no?.
Entonces, muy creída, sin miedo a pasmarse, doña Rosina dejó la plancha sobre el jarro de la tabla de planchar y, cambiando mi ánimo taciturno, me abrasó y besó, feliz, matándome el friíto de las aguas enclaustradas de Las Rosas Rojas. Entonces me confesó lo peor; ¡ay, iba a decir lo mejor!.
- iMiíi aamoooorr!. Si algún día me faltases tú, yo, yo viviré de tus recuerdos.
- ¡Oh no!; este árbol de amores resistirá todas las tempestades.
- ¿Y lo bueno dura?
- En la búsqueda incesante de lo imposible, princesa mía, alma de mi alma, no existe sino lo mejor posible. Bueno sólo Dios; este amor de amores se abuena, amándonos el uno al otro correctamente, y sirviendo de ejemplo a los demás, ¿no?... Y te repito, princesa, este nuestro árbol de amores resistirá, a pesar de sus raíces recientes y milenarias, todas las tempestades.
- iSí!!!. Es tan grande, tan hermoso y de tan alto fuste, amor, que ello de seguro... le costará estar de pie ¿no?...
Así vivíamos bajo el sol, envidiados por muchos y odiados por otros. Eran, sí, amores de todos los cielos. Es, pensaba entonces, la manera de hacer unicente la metáfora divina: éramos una misma carne, un mismo espíritu... ¿Qué pasó entonces?. ¿Por qué hubimos de ser, sin que lo merezcamos, como las jaibas del río que vieron el rostro de la luna llena, y murieron?
Dos semanas después de haber oído aquella voz dura, como una pedrada, todavía con la duda clavada en el pecho, sufrí en el mismo balneario de Las Rosas Rojas, un atentado. Ese día estábamos como en otro planeta, porque obtuvimos una certificación de la Decisión del Tribunal de Tierras de Jurisdicción Original correspondiente... Después de una chalona suculenta, arranqué para el rincón turístico, acompañado del tremendo can de la casa, pero éste, inconforme conmigo por haber aceptado en nuestra mesa una mujer que no era su ama, ladró tres veces al cielo sombreado, y se marchó, dejándome solo... Y esta vez no me brindaron el acostumbrado Mac-Albert, sino Dumbar, whisky con el cual alternaba entre días la bebida, durante las horas solaces, de gusto y placer.
El golpe secreto, increíble, estaba en la bebida. En el laboratorio del Central Barahona, al cual fui con Estrella Morena, no me pudieron diagnosticar nada, y me recomendaron buscar un laboratorio de necrosis. Y es que aquel, según se me informó, aquel no es facultativo para ello, sino que se trataba de un laboratorio biológico. Por razones que no vienen al caso, desistí del viaje a Santo Domingo; y nunca determiné que sustancia se había usado contra una persona laboriosa y humilde de corazón. ¿No? El caso es que moría la tarde, rezando un fervoroso Padre Nuestro; el mozo que siempre me servía el Whisky esta vez no quiso hacerme la breve compañía de tragos y chascarrillas que solía desde que comencé a frecuentar el bar de Las Rosas Rojas. Además, el negocio brillaba por la ausencia de clientes, y el moreno daba a entender con sus chistes que ello era parte de su trabajo, ¿no? Los fines de semanas, durante las horas diurnas hasta muy entrada la prima noche, la asistencia era masiva.
De pronto, al cabo de varios tragos, un fuego sin nombre, como una sierra de antiguos aserradores, empezó a rajarme desde el centro del "árbol de la vida". En un santiamén, mis ojos perdieron su meridianidad. ""¡¡Dios mío, - grité - Dios mío!!. Fue entonces cuando descubrí que estaba siendo objeto de un golpe silencioso y fatal. Mas, ¿andaba sólo. Desarmado. ¿A quién llamar?. Dudé de todo, y de todos; pudiera ser un atentado pasional; pero, ¿podría el hombre sin fachada que administraba aquel bar quebrantar el ánimo de mi mujer?. ¡Oh no!. Por breves instantes, consciente de lo apremiante que eran cada segundo de mi desgarramiento interior, así en paños menores, manejando a tientas, me presenté en la sala de emergencia de la Salud Pública en Munura; y después de un minucioso lavado de estómago, el médico ordenó que se me inyectases dos destrozas. . .intravenosamente, lo cual hizo una enfermera... Luego, cuando la maestra le manifestó al galeno que ella quería contratar los servicios de su amiga Sarah, a fin de continuar a domicilio mi tratamiento con suero... y todo, me vi perdido. ¡Algo sabía ya la educadora de varias promociones de niños; y quería prevenirme de cualquier hecho que pudiera sobrevenir!. Pero qué va; el médico fue tajante, puesto que dijo a la educadora que era libre de no aceptar mi internamiento, pero a condición de que no me haría constar en el libro-registro como paciente que fue atendido esa noche allí. Al otro día, se produjo la ruptura, como si aquel golpe hubiera bajado desde los mismos cielos.
Como siempre, en casa de doña Rosina, una educadora de varias promociones de infantes, el cuervo continuaba día tras día asentado en el cogollito de la palmera-real del traspatio. Con sus graznidos de loco de luna en luna. Acostado en la cama del difunto Dino Mariano, allá en Munura, no pensaba sino en su plumaje de azabache reluciente, a rato indiscente de cielo acerado, como un rayito de luz en la verde pupila de una noche sin lumbre. Y cuervo de un ataque certero, astuto, asaltaba los pajonales de huevos y pichones de las ciguas y demás aves del campo. Era devorante, inclemente; emprendía la fuga, como todo un capo de los aires, batiendo sus negras alas asesinas, ¿no?.
De suerte que convivíamos con el cuervo aquél. Ignoraba yo entonces que en Munura, un poblado de dos manzanas de calles destartaladas, de pedregones pardos y filosos, mi único amigo, el que me advertía desde lo alto de la palmera real el peligro que yo corría en esa casa de dolientes, era sin embargo esa ave de carroña, ave de pesadillas y de muerte, ¿no?. Entonces mi corazón batió sus alas y se llenó de luz. Fue como un gavilán desplumado en los aires...
Durante toda la noche, con el suero a cuentagotas, me habló de una lechuza con cara de buena amiga que no se llamaba la perra soledad, sino Zunilda Espejoceli Viuda Montes de Oca, bioanalista de profesión. Se trataba de una mujer delgadita como una cañafístula, mediana, pero de unos senos poderosos como sus ojos de todo camino al matadero. Verdad es que era una bioanalista perspicaz. Gobernativa, con una voluntad de bambú, dura y sin corazón. Durante su matrimonio con el difunto Manuel Montes de Oca Deyermont, abogado batallador, no sé como ella pudo establecer semejante matriarcado... Grande abogado, defensor de los humildes y desheredados de los poderes de la tierra, su desaparición a destiempo constituyó un duro golpe para el pueblo indefenso, al que protegía hasta a cuenta propia en el uso y defensa de sus derechos legítimos, irrenunciables, jurídicamente protegidos, humanos... El día de su muerte, se dijo que el Dr. Manuel Montes de Oca Deyermont había estado en la Cárcel de la Victoria condenado a Treinta años de reclusión por haber atentado contra la integridad del Estado. Allí, durante muchos años, fue duramente golpeado por los incontrolables... y lo salvó una amnistía política, ¿no?.
El Dr. Montes de Oca Deyermont conoció a la señora Rosina del Prado muchos años antes de casarse con la Licenciada Espejoceli. Ambas mujeres, involucradas en el movimiento feminista internacional, hicieron vida junta y fueron buenas amigas cuando estudiaban en la Universidad estatal. Se separaron debido a que Rosina perdió al único tío que la ayudaba a costear sus estudios. En sus esfuerzos de autorrealización recurrió al padre, pero este fue sincero: le confesó que lo poco que ganaba al ayuntamiento, apenas le alcanzaban para su mito, apenas le servían para las quinielas y chairitas, y para jugar su gallito... ¡Hum! Y lamentó frunciendo el ceño no poderla ayudar, primero, por las razones dichas, y segundo, porque ella era mayor de edad, y él, viejo cascarrabias, no dependía de nadie. Y desde entonces hubo de regresar llorando al seno de la ""patria chica": Munura, un par de manzanas de piedras, bajo un cielo de piedra, y entre deforestadas montañas. De vuelta al hogar atingido, enemiga de su padre, tenía en su madre una gran aliada, y nunca perdió la esperanza de volver a la carga. En eso conoció a Dino Mariano, un ebanista atento en su trabajo, pobre igual que ella, pero muy trabajador y de un gran futuro por delante si las mujeres alegres no le hubieran desquiciado la existencia cuando la vida comenzó a tirarles sus primeras flores de primavera, ¿no? El día menos pensado, Dino llevó el forro al tronco del palo, y precisamente eso fue lo que más lloró mi Doña, después de todo, esa imposibilidad... de ser el uno para el otro, una sola carne, un solo espíritu, más allá del tú y del yo y del nosotros con los hijos... isí!.
Éramos todos, con excepción del Dr. Manuel Montes de Oca Deyermont, hijos del sur remoto. La poesía estaba presente en el corazón de todos, sin embargo. Cuando el verano leyó a Neruda, gritó: ¡¡Jesús Mío! !... Y quemó todos sus versos, y colgó la pluma para siempre. Era el poema absoluto que soñó desde niño escribir algún día, y santiamén. ""¿¡Qué ignorancia!? - pensó. Pensar que América no tuviera su Residencia en la tierra" y soñar como El fugitivo mismo". Tal vez alguien le habló de niño y la realidad fue una ilusión. Neruda fue desde entonces, aun durante sus años de presidiario, su manjar clandestino. Rosina del Prado lo recuerda como un niño hermoso y juguetón y de cuerpo frágil, como un niño enfermo.
El cibaeño era un hombre blanco, de cabello lacio espigado y algo pecoso. Dino murió primero, pero el Dr. Montes de Oca Deyermont estaba enfermo, y apenas tuvo tiempo de orientarla sobre la materia catastral, sobre los pasos a dar y los gastos procesales inherentes al caso. Falleció varios días después, veinticuatro horas antes de la cita en que contactarían con el agrimensor de confianza del eximio letrado: Liberato, a quien conoció durante los días de duelo... ¡Hombre excepcional!. Era una hermosa personalidad. En los anales del valle de lágrimas nunca una mujer había llorado una eternidad con el corazón partido en pedazos, la muerte del Romeo. Rompió el récord. Empero, todo el mundo empezó a temer por la salud mental de la licenciada Zunirda Espejoceli Viuda Montes de Oca Deyermont. Fue casa por casa, desde antes de los últimos rezos, averiguando si era verdad que "toda la crema ¡nata de La Olla había pasado por las armas de combate del famoso letrado. ¡Oh, celar un muerto!. ¡Imposible!. ¡Tal vez no sabía cómo irrespetar justamente su memoria de ínclita cabeza!. Aunque era un abogado que solía trabajar él mismo en el teclado de su Olivetti 82 sus compromisos judiciales y extrajudiciales, el fenecido letrado había nombrado como secretario, en las postrimerías de su vida, a su alumno mejor aprovechado en la facultad de derecho; y esa fue la única persona, en toda la ciudad de La Olla, que dio a la licenciada Zunirda una respuesta que la dejó en vilo, completamente en vilo. Entre el cielo y la tierra. Es más: ahí paró su locura, en seco, ¿no?.
- ¿Julio César, dígame si fue verdad, eso que me han dicho?. Me dicen que sólo Ud. puede decirme la pura verdad.
- ¡Bueno!. Licenciada Espejoceli Montes de Oca, Ud. me pide que le cuente si es verdad que ""toda la crema ¡nata de La Olla", vivió o pasó, como dice Ud., "por las armas de fuego varonil del difunto Dr. Manuel Montes de Oca Deyermont"?.
- Exacto. Eso es lo que quiero de Ud., Julio César. Puedes confiarme las cosas más íntimas y sutiles... de mi difunto esposo. Es más Julio César, yo soy una persona sencilla, de muy buenas relaciones políticas, puede tener conmigo la misma confianza que tenías con el Dr. Montes de Oca Deyermont, inclusive, puedes contar con esta biblioteca, puedo ayudarte en tus estudios; sí, confía en mí, Julio César; la muerte de mi esposo te dejó sin trabajo... Hubo un tiempo, por motivo de mi postgrado en Santo Domingo, en que no estuve ni pude estar, cómo te digo, junto al Dr. Montes de Oca. Mi postgrado robó muchos días, muchas semanas y meses a mi hogar. Ni siquiera me informó de su quebranto. ¿Tú conocías acaso su enfermedad, Julio, la conocías?. En cambio tú Julio César Cuevas, que estuviste junto a él todo este tiempo de mi ausencia hasta la hora de su muerte, dime la verdad de verdad, por favor... Dime si eso es cierto.
- Licenciada Zunirda Espejoceli...
- Puedes llamarme Zunirda, o Zún, nomás.
- Doña Zunirda, Ud. me pide... algo...
- ¡Oh,, amigo Julio!; dígame tú, no Ud., dime un tú simple, como tres piedras de fogón... ¡nomás!.
- ¡Bueno!. ¡Si lo prefiere así!. Agradezco infinitamente su extremada cortesía.
Sí. Mas diré la única verdad que yo conozco sobre su esposo: Ud. es la única esposa o mujer que yo le conocí al Dr. Manuel Montes de Oca Deyermont.
- ¿Cómo va a ser?. ¡No me diga eso!...
- iSíi!. Era un hombre íntegro. Níveo, sin mancha. Igual por fuera que por dentro de su alma noble. ¿Acaso no pueden aquellos que lo acorralaban por envidia y maldad, no pueden dejarlo descansar en paz?. No, no, licenciada, tápese los oídos, y viva... Yo, yo no puedo darle otro testimonio respecto del Dr. Montes de Oca Deyermont. Sería falso. Perjudicaría la memoria de una persona que aun merece nuestra más alta consideración y aprecio, que debe ser siempre bien recordada y admirada, no sólo por usted y por mí, sino por toda la comunidad de La Olla. Su mansa y generosa personalidad, por demás feliz y desarrollista, lo hizo un ciudadano universal...
- iOh, no me digas, Julio César!.
- Pienso, Señora, que ha oído Ud. no lo que quiere oír, sino lo que debe ser oído. Razones hay que no entienden las razones del corazón. La mediocridad, máximamente en La Olla, no perdona la capacidad, ni la honestidad. ¡Ahora veo que los rutinarios no perdonan ni la paz de los sepulcros! Síi, tápese, tápese los oídos; no tema al que dirán, y viva... W no tenía usted señora, la certidumbre de que el Dr. Manuel Montes de Oca Deyermont sólo tuvo una falta, la sombra de haber sido humano; el pecado de haber sido ingenioso, como un niño encantado...?
,...
- ¿¿Siiii?!!...
"¡Síiii?!!...", golpeó la viuda Montes de Oca Deyermont. Ante una confesión que no tiró la hiel sobre la miel de la ilusión, ni vituperó lo loable. Se retorció nueva vez, como un gusano cuando se cae de la mata de tomate. Verdad es que había permanecido en Santo Domingo, haciendo un postgrado, porque parecía vivir en competencia con el marido, por puro feminismo. Descuidó el esposo enfermo, invirtiendo en un reciclaje académico los recursos que pudieron haber bastado para curar al marido; ahora viene donde Julio César, conque el Dr. Manuel Montes de Oca Deyermont, gozaba a sus anchas la vida que se le esfumaba como humo de una hoguera de papeles viejos. ¡Una neblina sobre la montaña, ésa era la vida que le quedaba por delante!. Y ella, ahora, sitiéndose burlada, hurgaba en las entrañas de una sociedad mediócrita, las razones que tal vez le permitirán, condenar a intención de quienes no solo lo acorralaban por envidia y maldad, y ahora no pueden dejarlo descansar en paz?. No, no, licenciada, tápese los oídos, y viva... Yo, yo no puedo darle otro testimonio respecto del Dr. Montes de Oca Deyermont.
Más asombrado que la bioanalista, el amigo Julio César ahogó un grito en su garganta, cuando la Doña Espejoceli exclamó: L¿iiSíii?!!. Como poniendo una nube de prejuicio sobre la sinceridad del testimonio que acababa de oír. Aunque estudia leyes, aspirando a memorizar códigos, decretos y reglamentos, Julio César era de una memoria reproductora, un memorista computarizado, pero carecía del ímpetu poético del doctor Montes de Oca Deyermont, su natural entelequia, el santo de su devoción, y aspiraba a ser como él, con la firme convicción de que sí, de que sin duda defender siempre la verdad en justicia hace que ésta siempre prevalezca... De ahí que no estuviera programado para cosas como aquellas, totalmente imprevistas, aunque una vez en casa le llegara la respuesta como un fogonazo de montante. Si¡. Como el actor de película que juega un papel estrictamente determinado, una vez en casa, Julio César pensó que Doña Zunirda le había designado un guión denigrante, en la novela que hacia de su duelo, ¿no?.
La reacción "Síii?!!" de la cónyugue sobreviviente frente a la expresión sincera del muchacho aquél, fue completamente contraproducente. La experta bioanalista sentenció:
- Yo, yo no perdono, ni en esta vida...ni en la otra... ¡si hay otra vida!... que el doctor Manuel Montes de Oca Deyermont haya utilizado tus servicios como secretario. Sí, escríbelo Julio César, que es así.
Y, con el asombro de un niño en tránsito por las aceras de una gran urbe, el discípulo del doctor Montes de Oca Deyermont sobrevivió al asombro, llevándose la mano a la boca. La doña, entonces, marchóse enfadada, desdeñosa, fiera.
Y es verdad. Persona es el término, el vocablo más hermoso de todos los diccionarios de todos los idiomas del mundo... Llamamos persona al ser humano que aguarda su nacencia desde el vientre materno, al niño que recién nace o que entra casi a la adolescencia, al adolescente mismo, al joven y al hombre adulto, lo mismo que al viejevo o al anciano que vuelve a la infancia del delirio y que ya no da un paso sobre la tierra sino valiéndose de un bastón. Y para el amigo Julio César Cuevas, el doctor Manuel Montes de Oca Deyermont fue siempre eso: una gran personalidad.
Nunca en vida, ni después del acta de defunción del letrado, halló otra palabra que lo definiera mejor que el término persona, individuo de la especie humana, de suerte que cualquiera que lo recordase por esas calles de Dios, no perdía tiempo en tomar la palabra y confirmar: "¿El doctor Montes de Oca Deyermont?. Era una gran persona", o "Mejor personalidad que el doctor Montes de Oca, que era el abogado del pueblo, será difícil hallarla". Naturalmente, eso de que el hombre y la mujer, al contraer matrimonio, luego de los románticos suspiros del noviazgo que los hacía perfectos al uno frente al otro, pasan a ser una misma y sola carne, si no existen afinidades de conceptos, planes y costumbres afines, es una metáfora divina, una gran utopía. Se dice así. Se gustas los caracteres, impresionados, pero con el paso de los años, cuando sobrevienen los problemas comunes, tan variados que pueden partir erosionando la tierra del alma desde hechos insignificantes e inadvertidos que se desarrollan a plazo aunque se manifiestan de golpe y porrazo, entonces todo el mundo se convence de la imposible unicencia y vemos que la mujer es un árbol que se planta a orillas de un río que, a su vez, vive gracias a la vegetación del amor del hombre ¿no?.
No. Muchas parejas hay que solamente son poseedoras del corpus de sus vidas, mas no de sus interioridades aisladas, desgarradas, porque no son almas gemelas. Y es que no hay felicidad in albis, sin su blanco rincón, y quien no es hijo o hija del verdadero amor sólo experimenta el embarazo psicorrígido de la soledad.
- Ser abogado, querido Julio César; el haber sido abogado es mi mancha indeleble.. Debí ser médico. Es más. Comencé a estudiar medicina. Pero, atraído por las prácticas forenses de un amigo y sus condiscípulos matriculados en esa carrera, me hizo cambiar de ruta, ¿no?. Ta 1 vez estuviera yo ahora también haciendo alguna especialidad, justo con mi querida Zun.
- ¡Oh, Doctor Montes de Oca!. ¿Cómo va a ser, doctor?
- Sí, Julio César... Antes yo pensaba que Doña Zunirda, antes que bioanalista, debió ser abogada, ¿no?. ¡Un tremendo error!. ¡Sí!. Los abogados somos buitres. No, no, Julio César. Te habla la experiencia, cansada de batallar; una golondrina no hace verano.
- En Ud., doctor Montes de oca Deyermont, cuando se pone la toga y sube a estrados, el hombre inofensivo como un buen predicador, dado todo entero a la Ley con una pasión sólo comparable con un fuerte enamoramiento, vuela alto, como una águila cabeciblanca... Ud. no sólo hace verano, Ud. es el verano del mundo.
- Já, já, já. En verdad Julio César vas a ser un abogado batallador. Te repito que el abogado es un buitre. Cambio espejo por oro. Ya lo verás, Julio César, a su debido tiempo. Nada que hagas, a diferencia del médico, del mecánico... será definitivamente hecho. Estará sujeto, en gran medida, a otros recursos... Hasta que intervenga la autoridad de la cosa juzgada entre las partes en litis, nomás. Y serás un portador de la verdad jurídica, la cual defenderás siempre y deberá siempre prevalecer en justicia. Profetizarás los decretos judiciales, y llorarás, no pocas veces, muerto de impotencia, viendo tus triunfos convertidos en derrota... Empero, deberás recurrir válidamente ante jueces superiores, mostrando con decoro, moderación y respeto los agravios que tales fallos han creado a tus clientes. Si no cejas en tu amor verdadero por la justicia, sacrificado por ella como Cristo en la cruz redentora, aunque tus defendidos a veces carezcan de recursos, te impondrán sobre la mediocridad local, y ésta no será más. Y si digo que los abogados somos buitres, que mejor debí haber sido médico, aunque habemos togados que somos verdaderos médicos sociales, es porque un médico es lo más que se parece al Hijo de Dios. El médico remite al paciente al laboratorista antes de diagnosticar el caso, el abogado estudia cada caso, enfocándolo desde la ley, luego lo analiza en contrario, buscanto todo lo perjudicial contra su patrocinado, y posteriormente edifica una defensa imbatible, con juicios, silogismos y conceptos legales. Y es que, como dice Werner Goldsgmidt, la ciencia de la justicia (Dikelogía), `Ta abolición de la esclavitud, la disminución de la prostitución en sentido usual, el establecimiento de los derechos humanos, la democracia, la igualdad de los sexos, la protección de la infancia, el movimiento obrero, la formación de una ciencia de la Humanidad y de una comunidad entre todos los hombres, constituyen progresos grandiosos que han de ser conservados y perfeccionados (de modo similar a como igualmente hay que conservar y perfeccionar las obras de la técnica), pero que desmienten las quejas frecuentes sobre los defectos de la moral en comparación con los progresos de la técnica". Porque "La Humanidad, señala el mismo Werner, descubre durante la vida histórica injusticia tras injusticia y obtiene lentamente, mediante duras luchas, su disminución". De ahí que yo espero, mi querido Julio César, que Ud. sea mi heredero en La Olla; yo soy de familia cofrada, y me he visto, muerto, por tercera vez.
Una prueba de que el doctor Manuel Montes de Oca Deyermont debió ser médico, y no abogado, puede ser observado en muchos incidentes suyos, antes de subir a estrados. Uno de sus colegas de profesión, Rafael Carrasco, con quien laboró antes de tener su propia clínica jurídica, falleció primero que el maestro del derecho. Un día, mientras esperaban los debates finales de una audiencia civil, el doctor Montes de Oca dio unos golpecitos sobre la mano puesta en el vientre del licenciado Carrasco, y como vio que le sonó medio fofo, recomendó al colega que fuera al médico. Varios días después, le recalcó: "iHmm!. ¿Ya fue al médico, patrón?". Ese incidente pasó inadvertido. Sin embargo, cuando fue hospitalizado meses después, amarillezco, flaquísimo, con una tos terrible, el licenciado Rafael Carrasco Almonte, al recibir la visita del grande amigo, confesó, diciendo:
- ¡Doctor Manuel Montes de Oca Deyermont!. Ahora mismo estaba pensando en usted. No porque fuera mi cerebro, mi teclado, mi éxito rotundo en justicia. Me laboró grandes tesis. Sus modelos, después que hizo tienda a parte... fueron mi salvación; no por algo, sino por su radicalismo moral... Mas no pensaba en usted por esas pendejuanas. Quiero decirle, doctor Montes de Oca, que si usted hubiese estudiado medicina, hubiese sido un excelente galeno. Y, ¡mire!, usted es el único maestro del derecho que sobrevive en La Olla... Si me hubiera llevado de su consejo, cuando sintió medio fofo mi hígado con unos simples toquecitos, tal vez hubiera dejado las bebidas alcohólicas, tal vez ni de las mujeres estuviera yo, ahora, muriéndome aquí. ¿No?. Debí ser otro. Me asquea el hombre que soy. Yo intenté cambiar muchas veces, cuando usted estaba a mi lado. Y no pude. Demasiado débil con las féminas, no les puedo decir que no después que me tiran un brazo sobre el cuello. Hay que ser matarife, para llegar a ser un buen abogado. Además, y no se rían, que es verdad, personas habemos en el mundo que no hay que tentarlas a hacer el mal, porque el mismo Lucifer, vuelto hombre, hecho un ángel de luz, los pintó, ¿no?. Mi sangre es la de Caín, la sangre de los avariciosos, egoísta, y vengativos. Eso sí, coño carajo, doctor Montes de Oca Deyermont, que gracias a mi fortuna no me muero solo: dejo un sobre en mi Código Penal con estas palabras: "Las mujeres que comparte en SIDA conmigo, toda la flor y nata que pasó por mis armas varoniles; porque yo maté a doble cinco, a doble seis y a cajita, no las dejo en listas porque todas ellas, con sus nombres y apellidos escritos a doble espacio en un Récord y a doble bloque como la Biblia no alcanzan, faltarían hojas..
Santurrón!.... ¡Sí!.
Ciertamente, el licenciado Carrasco Almonte fue un macho desde la cuna, cuando mil mujeres iban a besarlo cargando sus niñas, dándoselas de mujer, por ser entonces más hermoso que el primer hombre que Dios creó sobre la Tierra, ¿no?. Pero, al momento de morir, cuando el doctor Montes de Oca abandonaba la habitación en que aquél estaba hospitalizado, tuvo vergüenza y expiró tirando el rostro a un lado, para que no vieran de frente su desgaste físico extremo.
Y era verdad. También no lo era. Lo era porque sí, y no lo era porque así lo aprendió muchos años después el Doctor Manuel Montes de Oca Deyermont, cuando a la hora del café mañanero entregó su alma a la amada inexorable, sin un quejido, como una palomita. Ese día llovió mucho, hasta la hora del entierro del cuerpo yerto. Cuando tiraron la noticia: ""Julio César, murió tu patrón", cayo inconsciente, por el gran dolor que sintió. Lloró largo rato. Y todo, oh Julio César, porque el Doctor Manuel Montes de Oca Deyermont, era una gran persona, un excelente individuo de la especie humana. El abogado del pueblo, ¿no...?.
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