Blogia
abrahammendezvargascom

CAPITLO II, DE LA NOVELA En Un SANTIAMEN /Abraham Mendez Vargas

II

LA LUNA LLENA, enganchada en los confines del palo verde, tocaba el disco de larga duración de los frescos vientos de la medianoche. Aturdido por los celos de Antonia Rodualdí, la madre de mis cuatro niños, una hembra y tres varones, una incesante taquicardia quebraba mi sensible corazón de lodo. Desvivía anonadado, como el tapón del anzuelo echado al agua de todos los mares, y el pez picando la carnada de la desilución. Rosina del Prado vivió casada, durante más de veinte años, con Dino Mariano. Aunque no dejó herederos o hijos con ninguna otra mujer, y los bienes de la  comunidad estaban a nombre de ella, fui llamado para que presidiese, como agrimensor el proceso de saneamiento catastral; iy por allí andaba con mi lanza de Don Quijote!.

 

Varios meses después del inicio de la reclamación, el Tribunal de Jurisdicción Original de Tierras correspondiente, decretó la decisión de lugar, a favor de Rosina del Prado... Faltaba entonces que el Tribunal Superior en la materia aprobara el plano definitivo. Y estábamos en eso... ¡Munura me impresionó!. Al segundo viaje que hice al pueblito aquél, dado que los trabajos de medición no terminaban sino un día después, mi chofer regresó con los otros ayudantes con la obligación de reencontrarnos doce horas después. En el punto de medición. Me quedé en aquella casa de siete niños dolientes, juguetones, desobedientes, criadores de palomas, buenos mozos, y que más bien eran una simbiosis de "papi" y "mami".

 

Era ella una joven mujer típica de Munura, rubia, piel de cangrejo, menuda, de unos hermosos ojos negros y tristres de azogüe de cayuco; y era de unas piernotas y de unas narguitas encrespadas que la hacían deseosa y terriblemente deseada. A pesar de los siete hijos que parió sin cesárea, la punta suspirante de sus senos medianos no miraban la punta suspirante de sus pies de loto, sino que ante la fuerza del tiempo no se desbravaron del todo, y sus pezones de miel de abeja permanecieron apuntando de frente, amenazantes, ihum! como la óbjiva de un misil m/k de construcción norte­americana. Era en verdad una mujer a quien la soledad la mataba, irremisiblemente. No tenía en aquel mundo inhóspito y cabizbajo, con quien hablar de las cosas que eran de su agrado. Gustaba mucho de la poesía y la buena música; recordaba un cuadernito de poemas y pensamientos varios que fuera llama de esperanza niña azul durante su adolescencia. Sabía hablar de Apolinar Perdomo, de Salomé Ureña, de Bécquer, y Neruda... Un martes por la mañana mi secretaria, Pedrina Comas, me habló de esta manera:

 

 

 

 

 

 

 

 

- Mi señor, excuse. No es que quiera entrometerme en su vida. ¡Oh no, eso jamás!; pero Ud. no se ha fijado... en la forma en que lo mira esa señora de Munura... ¿eh?... Rosina del Prado.

 

-No. En verdad no me he fijado. Pedrina.

 

- Excúseme de nuevo, don Liberato. Es mi humilde impresión, esa viuda nunca ha estado tan enamorada en su vida como lo está ella de usted ahora... iHum!. Basta ver como lo mira enternecida, horas enteras, sin quererse ir de aquí, mientras usted trabaja sobre el escritorio los asuntos de ella.

 

- ¿No exageras Pedrina?

 

- Le dije... que es ésta mi humilde impresión, ¿no?

 

- Pero, Pedrina, excúseme a mi ahora; ¿cómo yo te caigo?...

 

-        i0h, niño bello! Pregúntaselo a Doña Antonia, y punto

 

 

Verdad es que la revelación de Pedrina, mi secretaria, me sacó de quicio. Perdí la orientación del mundo. Por eso me quedé esa noche en casa de doña Rosina, que halló apetito viendo como yo devoraba el suculento sopón de carne de oveja que amorosamente me preparó. Después de la prima noche con los niños jugando parché. Después del exquisito Mac/Albert en el Bar de Las Rosas Rojas de Munura, vinieron las películas para desvelados en la Tele... Me fue asignada la habitación del difunto Dino, en la cual, luego de la muerte de éste, nadie había vuelto a dormir. ¡Daba grima en verdad! Ya en el cuarto amplio y bien ventilado que debió ser en otro tiempo un play de púgiles batalladores, abrí las paredes de persianas de caoba que bajaban, casi desde lo alto del techo hasta las rodillas y me dispuse a terminar la lectura de Marianela, novela de Pérez Galdós. Se trataba de una edición de Clásico Troquel. De bolsillo. Recostado con varios almohadones del espaldar de la ancha, alta y cómoda cama de caoba antigua, como todo un príncipe de los reptiles, saboreaba a mis anchas las amorosas páginas, dada la gran iluminación, hiperventilación y la falta de sueño. Francamente nunca pensé enamorarme de doña Rosina. No. Antes bien, creía que ello atentaba contra la ética profesional... No obstante, en mi cerebro habíase desatado un ciclón devastador con la observación que me hizo la secretaria. Muchos meses después, cuando el corazón de Rosina jugaba como una niña sobre la palma de mi mano, supe que Pedrina se vengaba de Antonia Rodualdí, por sus celos infundados... y había sido alentada... para que influyese... a favor de aquel amor loco... y el sueño fue hecho realidad. Dieron en el blanco. La revelación del asunto, naturalmente, tuvo efectos desastrosos dentro de mis proyecciones existenciales de café ardiente colado muy espeso…

 

Una mujer enamorada es como río en creciente, en tiempo de ciclones. Como los pleitos constantes de mi adorada Antonia, mal aconsejada por marranas con caras de buenas amigas, me hizo prescindir de los servicios eficaces de Pedrina Comas, una excelente mecanógrafa que invitaba a bailar a quienes oían sus dedos sobre el teclado fenomenal de la Smith-Corona. Sabía algo de gramática. Era lógico que Rosina del Prado Vda. Mariano conociera mi circunstancia, de manera que aprovechó al máximo mi estadía en su casa, para hacer caer sobre las alas de la ilusión su imperio de gracia. Mi hogar, en cambio, derrumbábase.

 

- Don Liberato.

 

Me llamó: "don Liberato", mas no la oí. Volvió a llamarme: "don Liberato". Entonces dejé de leer a Pérez Galdós. No supe en qué instante entró a la habitación de Dino Mariano. Por la forma en que estaba de pié, contemplándome, meditabunda, enternecida, parecía que tenía allí un buen rato, y que mi concentración en el amoroso ámbito de Marianela... era tan profunda que no pude advertir su llegada; y levanté el rostro para oírla de nuevo.

 

- Don Liberato. Si necesita algo, cualquier cosa... ¡Llámeme!. Estaré en la habitación contigua.

 

El guión estaba perfecto. La dulce señora vestía, si se puede llamar vestimenta, una transparente bata de dormir, pegada al cuerpo bello aseado y desnudo, tan sólo ceñido por unas tanguitas de Adán y Eva.

 

Entonces no sé si la tomé despacio y decidido por la mano. Creo que expresé una sonrisa de niño atrapando mariposas de San Juan por los charcos de la desesperanza; pero no, cayó en el centro del lecho de combate... Temblorosa, húmeda de gracia, no más pudo decir: ¡Mi amor, Liberato, mi amor!". Sólo ama quien quiere amar. En aquella cerrada entrega amorosa, quise entender la vida, los sufrimientos de mi abuela La Buena Guzmán. Su fidelidad desde muchos años antes de enviudar, y muchas décadas después de enviudar. Su pasión por don Julián Prim no tuvo parangón en la historia del mundo. Una úlcera sangrante, producto sin dudas de la vida mujeril y parrandera, y después de había desecado con la esponja de su terrible ansiedad los mares de alcohol de allende galaxias, terminó a destiempo con la existencia de  Julián Prim, mas nunca dejó de amar al hijo de Mercé Cuevas.

 

De esa noche fresca con un cielo saturado de estrellas, con una luna llena tocando mil discos de luenga duración, nació un nuevo e irrepetible viernes. Nada tan hermoso como el amanecer escarlata sobre el gran lago... Es el espejo del Vallehondo. Los atardeceres sobre las playas cenagosas de caracolillos y huevos de caimanes, son extremadamente maravillosos. De noche, cuando las estrellas todas bajan a quitar el sueño de sus pupilas a estas tranquilas aguas enclaustradas entre montañas de piedras, el mundo se ve como invertido, puesto que en medio de la noche negrísima todo el tabernáculo de las estrellas parece haber acostado al Padre Amante en la hamaca inmortal de todos los grandes Caciques de América.

 

Viernes de amanecer sobresaltado, gozoso, de hambrientos espíritus, de carnes más hambrientas todavía. Perdimos la orientación del mundo. No sabíamos, isí!, en nuestra alegría infinita, por qué punto quedaba el Norte ni el Sur, y nos introducimos más al poniente... Fuimos, sí, después de muchos chapuzones, fuimos a parar más allá de la guardaraya fronteriza. Nada. Munura era entonces una "tierra de nadie", entre el Lago del Fondo y el Enriquillo. La casa de dos niveles de concreto armado, de románicas columnas, soñada por doña Rosina desde su adolescencia de poeta frustrada, era Hotel y Comedor en el primero, y la mitad familiar en el segundo. Y estaba lista para tres pisos por lo menos. Una escalerilla conducía a una especie de Bar en el cielo, con casetas de bambú y plásticos multicolores, sobre los mosaicos del segundo piso. Unas barras de hierro, amarradas en el concreto de las salientes columnas, servían de pared. La sublime visión de las dos sierras cerrándose, la Sierra de Neiba buscando la mano de la Sierra del Bahoruco, atada a la ventura de la Massif de la Selle que la frontera parte en dos, pero que sumergida en el mar Caribe resurge en Jamaica, es una visión absolutamente sobrecogedora, con sus atardeceres amarillo-anaranjado antes, ahora por la destrucción y contaminación de la capa de ozono, como un lago de sangre terrosa hasta la primanoche. Y con sus amaneceres de mil hojalatas relumbrantes, cegadoras visiones de plata. Durante muchas semanas, abandonado a los instintos de la rosa, leyendo más que escribiendo, me sentí felizmente transportado... en un Paraíso. Era feliz. Llegamos hasta Fons Parisién. En Fons Parisién el sol tuesta la tierra y hace saltar la gente, como pollos gringos, ¿no?. Pero el negro liberto es resistente. Munura, al igual que la frontera toda, ofrece barras, hoteles, balnearios, una que otra computadora, las bebidas gaseosas de las grandes urbes. El tránsito de vehículos de motor es más común que un cuadrúpedo... Aunque ciertamente su realidad es el hombre montado en su burro, su hacha en el cerón, su machete al cinto, y un pote de café... cuidando el hato, sembrando en el desierto sin la ciencia de los israelistas. Lo demás es pura utopía en medio del desierto, desierto que no libera al hombre de un pasado milenario, a pesar de la aparente modernidad, o de los injertos de la modernidad. ¡Oh Munura, pura utopía, sí, pura sin razón!

 

Verdad es que la modernidad es una aptitud del espíritu, algo mental. Que el centro del universo está o debe estar en la planta de los pies, cuando nos ponemos a la altura de los tiempos. Este es el siglo de la luz, de la computadora, de los viajes espaciales... No importa dónde uno esté. Se puede vivir en una gran metrópolis, como París, y vivir en el paleolítico superior... Hay que superarse. Se puede vivir en un poblado dantesco como Munura, y ser universal. Quienes han viajado a España, a Italia, a París, a New York, ¿qué traerán al regresar al suelo patrio?. Todo esto que se ve: discotecas, carros de lujo, mansiones costosísimas, dólares... Los hijos adolescentes, descarriados. Estoy sentado ahora en una mecedora sin fondo. Hoy hay pocos turistas. Los niños de Doña Rosina juegan bajo tres cuartos de sombra, mientras observan los vehículos de motor que viajan superveloces por la carretera internacional, y sonríen inocentes en medio de un paisaje que dibuja antorchas contra el contrabando. Y el calor es tanta que uno se baña y la toalla seca tanto sudor como gotas de agua. De noche vienen de todos los puntos de la región, con mujeres en carros, en camiones, en motores Yamaha 125, vienen a comer y gozar. "Eso es la vida, dicen, porque la vida es una lamparita, y un día viene y se apaga, ¡y ya!". Reservan por teléfono sus habitaciones, y, ¡mira!, al otro día, cuando me levanto, sólo la mañana espléndida me acuerda que anoche millones de estrellas como puntos felices de la memoria, hacen llevadera la vida del hombre, en medio del paisaje agreste y bello. Pasada la medianoche el fresco viento lagüeño, posibilita dormir junto al abanico apagado por la constante falta de energía eléctrica.

 

Después que regresamos de Fons Parisién, nos dimos otros chapuzones  fenomenales. Estábamos medio borrachos, ya. Hablar de las peripecias infantiles que vivimos, será cosa de soñarlo, a ver si los amores no son desbaratados desde los cielos... Con ardiente pasión, nos quitamos nuevamente el polvo de todos los caminos. Llegamos a Munura, tierra seca y salobre, compuesta por dos manzanas de casas rodeadas por unos cerros de piedras. Doña Rosina, que sentía un hambre terrible, desde que llegó puso a hervir en la estufa una olla con habichuelas coloradas. Entonces nos encerramos... con loca y ardiente pasión. En "la escuelita de Brunito", estaban sus siete niñitos. Varias horas pasaron. Al sentir el tufo de habichuelas quemadas, su vecina­ amiga Sarah subió al segundo nivel por la escalerita de gusano metálico de atrás, y como nadie respondió cuando Sarah llamó: "Doña Rosina", no tuvo más remedio que botar los granos de café tostado, poniendo otros frijoles, a fuego lento...

 

Tal como había sido leído por doña Justiniana en la taza de café humeante que me brindó su hija bella, ardíamos. Así como se pasman las flores del campo cuando llueve a puntoedoce, al mediodía con el sol de mil cuchillos incendiando la vegetación cósmica, aquel loco amor, en su dulzura infinita, nos hizo daño y luego luego resultó amargo como el tallo verde de la sábila; bebimos el néctar del paraíso. Contra todos los designios divinos, y aun no finalizan los vómitos de seol... ¡Y quedamos dormidos!...

 

¿Qué noche aquélla?, cuando me sumergí en sueño profundo, sufrí una espantosa pesadilla. ¡Oh sí!, el muerto cayó, con toda la corpulencia que tuvo en vida, encima de mí; era un hombre alevoso; un día golpeó con tanta saña a la pobre mujer que la dejó por muerta, tirada en el piso de mosaico, herida y llena de sangre, y doce galones de agua fría de la nevera, fueron suficientes para que el crimen no fuese un hecho. ¡Oh!. Y con esa misma saña me ahorcaba; yo, yo moría. No hallaba aire que respirar, y no tuve más remedio que rezar la oración de la pesadilla, con la cruz de dedos, y las piernas cruzadas... Y nada. Moría. Finalmente recé el Salmo 91, y Jehová Dios de los Ejércitos... derribó... el Goliat fatal. Ya liberado de la pesadilla, corrí a las persianas en busca de aire fresco. Por el platanar miré y vi como un fuego fatuo que se perdía prendiéndose, apagándose, intermitentemente... "Es Dino", pensé. Y volví a acostarme, esta vez en el filo de la cama grimosa, pero no dormí sino brevemente al rayar el alba; y tuve otro sueño: el cuervo bajó del cogollito de la palmera-real a recoger un ratón muerto que se le había caído. He aquí que no se lo comió en el suelo, ni en la palmera, sino que voló con el ratón sujeto por sus garras y fue a devorarlo allá al cementerio municipal, allá vi que otros cuervos se alimentaban de la carroña de los muertos, porque todas las tumbas estaban abiertas, como si las hubieran destruido. Había una luna llena, pero los nubarrones que iban rumbo al poniente, solamente dejaban divisar una sola estrella, lejana, de luz temblorosa...

 

La juventud es, empero, juventud. Promete alejarse del peligro. Pasado el peligro, olvida y ¡Vuelve y vuelve!. Somos débiles cuando amamos. Cuando hallamos refugio a la soledad aterradora que nos consume en carnes y huesos. La juventud no siempre tiene dominio propio. De lo contrario, no estuviera yo bajo la sombra propicia del palo verde de todos los días. Pero ¡Oh Rosina rocinante!, ¿hasta cuándo?. Dulce señora mía, Rosina rocinante, ¿hasta cuando?...

0 comentarios