Capitulo VII, de la novela EN UN SANTIAMEN
y VII
NO HAY FELICIDAD sin su blanco rincón, in albis. Siempre tiene su negro humor, aunque el amor reside en las costumbres y conceptos afines... Se aman, a veces, hasta los mismos prejuicios. En todo caso, cuando zozobra la barca del amor en medio del mar de las emociones, el cónyuge sobreviviente evocará más los hitos imposibles que los vividos hasta la hora del llanto... Es como si el sino de la existencia, o, mejor de cada hombre y de cada mujer que quiere quererse, fuera ponerle tino al destino. Hay amores, empero, que son espíritus... del aire... que nadie debe siquiera tocar, ni mirar, cuando los encontramos a cualquier hora del día, o de la noche. Son, en todo caso, el fin de toda felicidad En ellos, toca fin la felicidad; son una mala elección, un fracaso del alma, esos espíritus del aire de carnes y huesos, bellos como la luz, y que son almas en penas, seres que ya fallecieron en otra geografía del dolor y, misteriosamente, reaparecen en otros rincones de la tierra... Son como esos espectros de los sueños, esas formas musicales que vencemos durmiendo, y que luego en la realidad pocas veces sabemos distinguir... Pero hay palabras especiales, salmos y oraciones inspiradas, palabras poderosas como las que Jehová Dios pronunció para crear el Universo y, de inmediato, fue creado... Son espectros vencidos por esa forma de la rosa... En Munura y en cualquier otra parte de la Tierra, melón de sensible cáscara... Entre los cielos desolados sujetos al hombre, como el Universo todo.
Esos amores son aves de rapiña, como el cuervo deslumbrante del cogollito de las palmera-real del traspatio de Rosina del Prado. En Munura el cuervo es lo de menos. También los dos cuervos que una tarde sobrevolaron las cabezas de varios agricultores que regresaban a sus hogares, cuando una de las aves dijo: "Roa, Roa, te sacaste", y la otra respondió: "Porque jugaste"; y en verdad iba entre los labriegos uno de nombre Roa, con el premio mayor de la Lotería Nacional en los sudorosos bolsillos de la rota camisa. Y son lo de menos, porque en Munura el Diablo anda suelto. Es difícil la semana en que no muere un niño chupio de brujas. Allí viven las brujas que ya perdieron la vergüenza, dándose a comer unas a otras sus propias criaturas. ¡Y todas las noches un caballo negro recorre las calles, caminos y callejones, arrastrando mil latas vacías!. Familias enteras desveladas, cuando la bestia maligna desaparece por fin, creen reconciliarán el sueño, y una lluvia de piedras sobre el zinc de todas las casas los lleva rumbo al varón del cementerio, ¿no?. Hacen apenas unos días la visión hermosa de una mujer me hizo seguirla; caminaba sin mirar a los lados, ni hacia atrás, y su gran cabellera negra sedosa sobre sus espaldas. La seguí sin darle nunca alcance, vestía un luto con blusa blanca, y cuando me detuve a la puerta del cementerio municipal de Munura, al cual ella entró como a encender a algún difunto velas de perma o de ceras de abeja, la vi volver el rostro todo llena de hoyos tremendos, aterradores. "¡Es la muerte!", me dije; y vi que, mientras ella permanecía en medio del cementerio, debajo de una luna plena que lo plateaba todo, mil cuervos sobrevolaban las tumbas viejas y de este tiempo... No debí, en verdad, mirar... Debí haber rezado algunas oraciones... Más permanecí con el ojo avizor, hasta el último instante, y vi abrirse todas las eternas moradas al paso de su sombra bajo el sol nocturno, y miles de buitres y aves de rapiña encadenados en los nichos de piedras y de blocks se alzaron al cielo de blancas nubes dispersas, llevando en sus garras las negras manos secas y hediondas de todos los muertos, que constituían varias eras de pueblos. ""¡Dios mío, me dije, Dios mío!". Entonces escuché una voz interior que me gritó: "Liberato, ora, Liberato, ora"; y oré salmos salvadores, bíblicos, antes de que de aquellas tumbas abiertas pudieran mostrar a mis ojos los cuerpos de ojos abiertos y sin luz de mil muertos enteritos, sin descomponerse, negados a volverse polvo, como si hubiesen fallecidos sin esperanza de resurrección. Y desperté aterrado, sobresaltado, muerto de pavor, sobre la cama de caoba antigua del difunto Dino Mariano. ""¡Era, en verdad, la muerte!".
Me resultaba muy doloroso que Rosina del Prado, por haber nacido bocabajo, y para poder tener hijos, aceptara con resignación secreta enterrar a todos sus maridos, y que se enamorase de nuevo, no obstante. Quien se enamora en tierra ajena, va a engañar o a que lo engañen. Desconocen quiénes son hijos de vientre de mujer, y quiénes son hijos de ultratumbas... El amor, que es en principio una impresión, un amainamiento en su génesis, es cuando no es, y cuando es, muere... Como el niño que nace, el amor tiene siempre abierta la mollera; la madre del bebé no debe cerrar con llanto la puerta de ese corazón que palpita; no; y esa impresión de quien quiere querer a otro, no se experimenta así por así, nunca uno se enamora solo, y después que se cierra el círculo, al igual que la mollera del niño, no se puede abrir de nuevo... ¿No?... Y es que la bella y la bestia, a menos que no renazcan, jamás morirán a los pies del amor, del verdadero amor... Será como la vida misma, porque el que no nace en el Espíritu Santo, en la segunda venida del Salvador, será porque no fue concebido embrión en la fe de Dios; en efecto, es obvio, que no padría ser feto en el vientre de la Iglesia, el cuerpo de Cristo, para el nacimiento de nuevo en aquel gran día que no pudo comprender un entendido como Nicodemo.
La miel de abejas, harto consumida por mí, me provocó vómitos terribles, hasta tirar la hiel... Y sombras imborrables quedaron en el cristal en sombras de todos los estados interiores... con los cuales el Creador me sorprendió... Como rieles de trenes electrónicos, o cual rieles de locomotoras de antaños cañaverales, la vida se ofrece a cada amoroso instante. Desde que llegué a aquella casa por demás afortunada, como un conquistador de ante mano conquistado, lo primero que hice fue devolverle su libertad a Pereo, el tremendo can que guardaba celosamente aquella casa. Era grande como un león. Mientras lo desataba, le dije, y parece que entendió lo que le dije: "Bueno, Pereo. Es mejor que seas un perro enclenque por esas calles de Dios, pero por donde los muchachos de Munura te den una que otra pedrada, y por donde encuentres tu perrita en calor que te quiera, y no muy gordo aquí amarrado al fondo del traspatio de todos los fantasmas, ladrando a la luna". Y Pereo sacudía la cola, cariñoso, mientras yo lo desataba. Entonces Doña Rosina me gritó desde la cocina, diciendo: "Eres igual que Dino Mariano. Así le hablaba al perro ése". Y, ante tales palabras, me reí de buenas ganas, y el tremendo can de la casa, ladró... mirando el cielo lleno de luz...
En la mañana del día en que atentaron contra mi humilde existencia, descubrí que en Munura se hablaba mucho respecto de mi persona, gracias a que llevé a Pereo a Las Rosas Rojas. Con una libra de salami picada en una funda plástica, seguido por Pereo, me senté en una de las mesas del bar turístico y pedí mi bebida favorita: un Dumbar, en aquel frio Edén. De rato en rato, le tiraba a Pereo un bocado de salami. Los amigos del difunto Dino no se atrevían a arrimársele, a Pereo, que parecía ser consciente de algo que su anterior amo murió sin saberlo; aquellos hombres, perros con caras de buenos amigos, eran incapaces de amar, eran incapaces de ser unidos como un hermano, eran para decirlo de una vez, desleales... El escándalo no se hizo esperar, cuando trataron de ganarse el perro para que me abandonase. Pereo, en cambio, los corría, amenazante, colmillo al ristre, y volvía a mi lado, a comer salami y gozar de mi libre compañía. Pereo siempre me agradeció que lo hice libre; un martes por la mañana, con la roja alba sobre los árboles, al partir, cerré la puerta tras de mí, y Pereo, como un león silencioso, corrió desde la acera de la calle,, brincó la alambrada del patio, y me pegó con fuerza sus patas delanteras en el tórax, pateándome, olfateándome el cuello y los brazos. ¡No me pregunté cómo estaba fuera si dormía en el pasillo que conecta la sala con la terraza y la cocina!. Quise llamar la Doña... Más quiso Dios que contuviera hasta la respiración en aquel instante decisivo. La noche se retiraba lenta, y el alba era como una gran rosa roja tras los árboles. Entonces el tremendo can sacudió las orejotas, como si me dijera, y en verdad entendí que me dijo: "Tú eres mi amo, conozco tu olor, tú eres mi nuevo amo. Dormiste en la cama mágica, ¿no?.
Así fue. En el balneario internacional Las Rosas Rojas fue igual, el sabio Pereo. Estuvo conmigo, mientras permanecí sólo con él. Nadie se nos pudo arrimar. Hasta que lo reduje a obediencia, y permití que Sarah, la amiga-hermana de Doña Rosina del Prado, se tomara una Pepsi en nuestra mesa. Entonces, para asombro de todo el pueblo presente, Pereo echó tres grandes gritos, tres tremendos lamentos al cielo cuasi tapado por los altos árboles de Las Rosas Rojas. Y se marchó cabizbajo, diríase avergonzado, a casa... Las gentes murmuraban, diciendo: "Ese hombre no es fácil".
Al otro día fue el atentado contra mi humilde persona, por demás inofensiva y llena de amor para todo el mundo. Yo era un animalito a quien la Biblia hizo gente; nací como bajado del cielo; de niño quise ser sabio como el Rey Salomón, y el Diablo, que no se comunica por el oído ni se deja ver, y conoce las claves del espíritu del hombre y gobierna al mundo mediante una descomunal fuerza magnética, se apoderó de los peores corazones que me golpearon hasta hacerme un niño rebelde, pero siempre que intenté pecar una voz me gritaba desde el horizonte eterno, "Hijo, ¿qué vas a hacer?, y retrocedía". Y soy el amoroso bien. Después de haber devorado un sopón exquisito, me fui a Las Rosas Rojas, allá pedí un Mac Albert y también me permitió Dios sobrevivir a aquel ataque certero y secreto.
Al otro día, después del lavado de estómago, después de pasar toda una noche con el suero puesto, aunque no me volvieron a inyectar destrozas en las venas, Pereo no cesó de ladrar al cielo... Antes de partir, agradecí que Doña Rosina me preparase un desayuno, no con leche y queso, sino que me sirvió sobre la mesa unos panes sin mantequilla y unos huevos sin descascarar, tal como se los pedí. Pereo me lamía los pies, y los niños me observaban tristes...
- Mientras más conozco a los hombres - dije- más amo a mi perro.
La sabia frase de Perogrullo gustó a los niños, porque corrieron a abrazar a Pereo, el tremendo can de la casa. Era justo. Al hombre, como dice Moreno Jiménez, hay que verlo con ojos más sabios, y a la humanidad con ojos más tristes... Era evidente que me desayunaba con espíritu contricto. A la hora de partir, el sol de la mañana subía espléndidamente, replateando los cielos lagueños, montañeros, y sólo por el oeste del gran lago algunas nubes roceas anaranjadas se desleían en el éter, figurando figuras varias, desfigurándose a la vez y formando, aunque siempre figuradas, otras imágenes celestes... capaces de transmitir mensajes del más allá al corazón del hombre. Como en el río de Heráclito, en el cual nadie se baña dos veces, pensé que nadie mira dos veces un mismo cielo, que hace nuevas día a día sus nubes de siempre...
Consciente de que en mi espíritu se producían cambios profundos, como volcán en plena erupción, la dulce Rosina, con espíritu más triste que el mío y los ojos derramando copiosas lágrimas me dijo: "Tú no vuelves más". Y aunque la besé mil veces, y le aseguré que volvería y tendría más cautela, pero que no cejaría en mi búsqueda de la felicidad, ella no creyó mis palabras absurdas...Pero yo -me recalcó-, viviré de tus recuerdos.
En tal caso, amor mío, me haré cristiana y seré una gran predicadora de la fe y salvación que hay en el hijo de Dios, según tú mismo me hiciste ver...El amor es más fuerte que la muerte. Sin embargo, el hombre vuelve más pronto al vicio del café que a la mujer de sus sueños... El sueño se convirtió en realidad; la realidad se convirtió en sueño. De regreso al corazón, nos esperan las mismas pupilas que nos vieron partir. Con mil escamas jugueteando como espejos de los sueños sin memoria, el lago Enriquillo y el sol de la mañana... Dulce amor que se torna amargo, como el tallo verde de la sábila. Quien hace regresar a un pecador a Dios, salva un alma y cubre una multitud de pecados. No sé si la dulce Señora Rosina del Prado recordará algún día mi nombre, pero jamás olvidaré que asistí a una campaña evangélica, y la oí predicando la palabra de Dios, testificando como había renacido en Cristo, mientras yo seguía triste y perdido por el mundo. ¡Oh no!.
Un vuelo de águilas de almas melancólicas, haciendo el amor en el cielo, sujetas la una de la otra por las garras de fuego de un verso voluptuoso y verdaderamente sobrecogedor. La muerte es menos fuerte que el amor. Morimos y el amor renace. De regreso con un pie sobre la sierra de Neiba, y el otro sobre la del Bahoruco, en un santiamén, tembloroso el pulso por el brincoleo leve del jeep, pude plasmar un soneto emotivo, apocalíptico, aunque mal escrito, pero significante para aquel instante perenne, y me sentí otro, bajo aquel árbol de luto crepuscular y me vi de nuevo entre los míos, bajo este árbol rosado frente al sol potente de la mañana. No es lo mismo un niño que críase sin padre, que uno que tiene a su lado el buen papá respondiendo cada pregunta suya; hasta esa que siempre me hizo Kora, de que ¿dónde se encuentra en el mundo la habitación en la que vive Dios?. Aquél árbol de amores, de luto inolvidable, de fruta agraz porque el corazón es como una olla de presión puesta sobre las llamas de las pasiones, quizás por ser tan grande y de tan alto fuste, ello le costó estar de pie; y éste otro, con raíces más profunda en la tierra, recibióme con la certeza de quien espera sin tener que variar los efluvios del corazón, sin más idea de un cambio de vida que la paz misma del hogar sin problemas ni celos. Recité por aquella tremenda alegría de Antonia Rodualdí, el soneto; y entonces nos sentamos bajo la fresca sombra de este antiquísimo palo verde, ¿no?, en cuyas raíces viven las almas de los muertos; bies es verdad que la cáscara guarda el palo, y ellos quizás nos podían decir cómo resolver la amarga circunstancia, íoh Rosina rocinante!, que nos consumía la carne y los huesos, ¿no?. Quedaron, empero, estas emocionadas palabras poéticas: ¿qué digo?, ísí!:
Cual fuego-Amor estremecido, La Rosa que hubo hasta ayer viva Murió en la fragancia descolorida De todo lo que el mundo ha sufrido.
Niño que empuña el cristal herido, Rosa hasta ayer entretenida, Como niña del alma escarnecida... iOh, niña del ojo emblanquecido!
Nubes que pasan, pasan los cielos. Nubes que no desgranan esas nubes En que van figurando otras nubes...
iY el hombre bajo los mismos cielos. En guerra pasa contra el otro hombre matando de nuevo... al hijo del Hombre!
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Abraham Méndez Vargas
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