Blogia
abrahammendezvargascom

COMO EL PEZ DEL AMANECER

COMO EL PEZ DEL AMANECER

-I-

 

 

Los bellos atardeceres suroestanos mueren desde el fondo terrible de esquina de la casona aquélla, hasta que caen con el sol de opacos rahelos y otra estrella, lejanísima, refulgente, brillante, viene a ocupar el sitio de sombras de fuegos huyentes, rojo anaranjados. Esos hermosos paisajes no cejan a la prima noche sin antes dejar colgado un rosario de luz lechosa que a duras penas pueden  aprehender las rancias metáforas de los nuevos poetas. Después del incendio apocalíptico que provocó Sofía la loca y que convirtió en cenizas el casco de conuco urbano de Santa Cruz de Las Uvas, en las postrimerías de la trasguerra mundial, en Cachón-grande, quedó el alma de un haitianito vuelta una serpiente que aun canta como gallo. Sofía la loca, cuando vio que los milicianos comandados por el sargento Barbasquees (durante una semana de patrullaje agotador no había encontrado enemigos del otro cantón en reyerta a qué meterle) y los soldados de la ambulante patrulla descargaron a un tiempo sus armas infernales sobre el apuesto negrito que nadaba feliz, después de un agotador día de labores en los trapiches, sobre las frías aguas cristalinas de Cachón-grande, absorbiendo el cielo de Los Jabillares, ¿no?  Las cristalinas aguas friísimas del bañadero comunal se tiñeron de roja sangre tibia coagulándose y el cuerpo yerto del bracerito haitiano, luego de haberse fondado, comenzó a boyar, y Sofía la loca, al verlo reaparecer en el agua cual ánima de ultratumba, se llevó las manos a la cabeza, nerviosa, espantando una sombra de muerte que tenía detrás de la oreja derecha, dando gritos. Fue entonces cuando Sofía Ramírez, que vivía día tras día contemplando embelesada al haitianito aquél, corrió despavorida por una antorcha para incendiar la casa de los padres de los milicianos que le metieron balas, y redujo a cenizas todo el casco urbano del villorrio de piedras de dulces de maníes, y entonces a la tierra aquélla algunos lugareños pasaron a llamarla Santa Cruz de Las Uvas, ¿no?, pues únicamente sobrevivieron algunos parrales en los patios.

 

En los albores de la trasguerra mundial, después del incendio atroz que provocó Sofía la loca, fue construida esta arca de tablas de entingles. De ese modo, la ciudad se vio levantada nuevamente. Con sus traspatios de trancas conuqueras, es como una especie de paloma de colores varios y brillantes con tumores en las alas que inhibían al vuelo, al primer mediodía de cuarto creciente de la luna recién amanecida sobre el poniente, como un pájaro desplumado en el aire caliente de la espera. La hercúlea horconadura de bayahonda antigua cortada en plena luna llena, con sus docenas de hileras de tablas de entingles polvorientas, trepando cada horcón, y arriba, los recios enlates de robles mordidos por los clavos mohosos y desafiantes con las hojas de zinc alemán, más las dos casitas criollas también con marcos de madera que guardan los secretos del dolor de las víctimas ultimadas bajo sus sombras, durante aquellos tiempos levantiscos y rebeldes, así como durante la dictadura de Trujillo, que desarmó la población y fue legítimo engendró de aquella ocupación militar, convirtieron la casona en una especie de palometa sorprendida sobre los aires azules de la espera.

 

El parque central, luego Leviatán Trujillo (hasta que cayó el régimen y su estatua maldita fue tirada al suelo de mosaicos romanos de La Glorieta por todo un pueblo embravecido (y vino entonces el sabio de Yiro, a pesar de su buena memoria de cronista avispado, corrió por esas calles, gritando que no, que Trujillo no había muerto y la multitud corrió tras él, y todo el mundo muriendo de miedo, y sobre el mercado nuevo gritó que no, que Trujillo no ha muerto, sino que vivirá eternamente en el corazón de los dominicanos, y la multitud desafiante, totalmente embravecida, tiró su chuipe de boca de chivo: no venga Yiro con vaina, si él lo que está es asustado porque era enemigo del Jefe en boquebotella, ¿no?), saludando todas las horas del mundo desde los altos laureles, más sin embargo el mundo es mejor cuando se oye el libre canto contrito de las ciguas de palmas sobrevolando los árboles y La Glorieta del parque central, siempre chirriantes, sorprendiendo a los viandantes  que pasan, felices de disfrutar aquellos sorpresivos saludos nerviosos de alas junto al golpeo de los altavoces de los bares de los alrededores, así como del ruido a veces ensordecedor de los mil vehículos de motor que vienen desde la ciudad capital transportando cargas de provisiones o que se dirigen rumbo a Haití. Y los altos laureles se duermen bajo el peso de las horas gracias al dulce cancionar de norias burbujeantes de las ciguas amarillas con pintas negras, como la verdad y las variaciones del mundo de hoy, serenamente metida entre las grandes ramas verdes sombrías de los tupidos laureles o de los robles enhiestos y altísimos. Y es que en verdad Santa Cruz de Las Uvas era entonces, desde antes de que el general Toussaint Louverture fundara dentro de sus límites rebeldes la villa de Santa Cruz de Barahona como puesto militar, un par de tristes callejas polvorientas aturdidas por el paso clocloantes de los caballos y de las homicidas hordas descalzas de negros invasores  e incendiarios de todo lo que encontraban a su paso de bárbaros sin piedad y sin Dios. Muchas décadas después, los herederos de Macandal habrían de partir en cruz esas mismas rutas de muerte, pero ya muertas de hambres, en busca de un salario de miseria en los cañaverales, o bajo la sombra de las suntuosas construcciones, o mendigando un mendrugo de pan por las calles que una vez dominaron a espada, a fuego y sangre, sin la piedra de gallo descogollado de los dioses de palos del vudú milenario de las tribus africanas, ¿no?, mientras muchos ciudadanos gritan a los cuatro vientos: Han invadido todo, haciendo el trabajo del dominicano, ya la fusión es  una realidad entre Haití y Dominicana. Tenemos a los haitianos metidos  por doquier, ¿no?

 

En plena ocupación militar norteamericana, que dio el empujón definitivo a la misma presencia de trabajadores haitianos en la parte Este de la Isla de Santo Domingo,  en aquel tiempo las pocas callejas de Santa Cruz de Las Uvas subían desde la calle del Trabucazo hasta la avenida Independencia, empalmando las calles Cambrón y la Enriquillo… y ahí moría todo, sí. Las calles Santa Cruz y la presidente Cáceres bordeaban entonces, con  la Armand Pierrot el cuadrilátero aquél, y el resto eran montes de bayahondas, de guazábaras, de cactus y baratujales que, al fin y al cabo, como un golpe civilizador, fueron arrancados de raíz por el mayor Leoncio Blanco, pues habilitó la pista de aterrizaje de una avioneta del otro mundo. En aquellos tiempos de la Era de Trujillo, el más destacado político local era el general Playa Segundo, incluso fue en Santa Cruz Las Uvas el jefe de campaña del Jefe para las elecciones generales del 1930, aunque gracias a una tramoya del mayor Blanco, por obra y gracia de la naturaleza, el general Playa Segundo pasó a ser el principal antitrujillista de la región, ¿no?  Casi tres décadas después surgió otro prominente antitrujillista: el profesor Livio Barcas, quien fuera secuestrado por los sicarios de la Era enfrente al San Martín de yeso, camino a Cerro en el Llano, y lo asesinaron e incineraron casi en la frontera con Haití, del otro lado del Lago Azuey, pues aparecieron incinerados los restos de un cuerpo humano por esos mismos días del terror interminable. Después, sobre los nutricios predios del aterrizaje, por obra y gracias del azar, fue construido el barrio mejoramiento social, como en muchos otros pueblos fronterizos de la Patria Nueva, ¿no? Todo lo demás, a parte de esas tres cuadras de miedo gobernadas por el gobernador Dino Siboano y por quienes debieron haber venido al mundo para lograr la sublimación del amor, no para la consumación del odio que fue sembrado contra los amores desbaratados. Por las noches, bajo los cielos coronados de infinitos racimos de estrellas presididas a flor de nubes blancas por esas hermosas lunas llenas del suroeste, que se hacía y deshacía en una milagrosa rondalla lunar, cuando aun era imposible encender las luminarias en los aposentos por temor a ser asesinados desde el patio, desde los ojos poderosos que vigilaban siempre, se abría la boca del gran lobo pardo.

 

A comienzos de la Era de Trujillo, tiempos de terror y de muerte, aunque  a muchos a gustos hizo sentir, las casetas de palos del mercadito local amanecieron un día derribado. El sueño de un parque entonces tuvo pleno efecto. Se comentó que fue idea del mejor gramático del pueblo, don Lucas Nieto Segundo, aunque también se dijo que no lo hizo solo, sino que lo acompañaron Emil su hermano, Marshal su tío, don Pío su primo, el propio Yiro el orador asustado, también don Descartes. Don Pío se lo contó al doctor Armandito José una tarde  de esas en que pasaban lista al mundo mientras lo veían por una ventana sentados en un banco del mismo parque, bajo la sombra propicia de los altos laureles, y, desde luego, siempre dispuesto, allí estuvo don Descartes, a quien conoció Armandito José y mucho después fue amigo de sus hijos y fue quien más le contó cosas sobre aquella generación de lagartos bebiendo los colores del arco iris ansiosos de tiempos mejores. Pero la rebeldía del gramático había desbordado el cause del río Panzo Clemente; se atrevió a escribir una carta en la cual decía, entre otras líneas intrépidas  que el         Generalísimo Trujillo valía menos que una plosta de puerco, y que la República, bajo su cruel rectorado de emperador romano, era como un anillo de oro en el hocico de un puerco en medio de un circo  de sangre y arenas movedizas. Así era Lucas Nieto, pero no se podía decir nada contra Era del Leviatán y mucho menos escribir. Lo escrito, escrito quedó en la conciencia colectiva, ¿no? ¡Sí! En verdad no fue ningún error, ¿no?  Si alguna equivocación hubo fue el hecho de haber devuelto el libro prestado a uno de los hijos del gobernador Siboano, sin antes haber sacado “la ofensa” al Jefe de entre las páginas de la novela Quijote de la Mancha, de Cervantes. Libertario ¿no?. Sencillamente Lucas Nieto Segundo lo olvidó. Y salvó su vida por andar en uñas de buen caballo, ¿no?

 

La dictadura pensaba, entonces, que el general Playa Segundo, al enterarse de la situación de su sobrino Lucas Nieto Segundo, vendría en su ayuda.  Pero no, no podía venir como yegua tras su jariquito, y caer en la encerrona que le tendió la dictadura, pero, afortunadamente, porque ya había pasado de Haití a la vecina isla de Cuba, y en Santiago de Cuba trabajó como obrero a fin de contribuir a la fundación y sostenimiento del Partido de la Antorcha Democrática, mérito que no le fue reconocido primero, porque había sido acusado de la muerte del padre de quien fue en principio el Caamaño de la revolución del 1965, pasando luego a ser de éste el jefe de seguridad nacional del breve gobierno caamañnista; y segundo, por sus viejos vínculos políticos con Trujillo, aunque únicamente los hermanos Jaimito y Buenaventura Sánchez, cuando viajaron a Santa Cruz de Las Uvas, a fundar a aquel partido, dieron testimonio de ello  a sus sobrinos. Después de todo, aunque el general Playa Segundo no vino en defensa de su sobrino e hijo de crianzaza, éste fue juzgado y condenado por difamación e injuria en Santa Cruz de Barahona en perjuicio del Generalísimo Benefactor de la Patria y Padre de la Patria Nueva, Rafael Leonidas Trujillo Molina, ¿no? Y una vez en Santa Cruz de Las Uvas, a sabiendas de que lo acechaban para darle muerte, permaneció leyendo en su casa, sentado en una mecedora serrana, y sólo de vez en cuanto fue a su conuco, de día,  a ver sus montes, los montes conocidos como los montes de don Lucas Nieto Segundo.

 

Después de todo, había que escarbar entre las camas de hojas pegadas como en bloques sobre la montaña, había que cavar debajo de las piedras de odios milenarios, pero no se llegaba al término del exterminio en la caverna fatricida. Una sed de exterminio que era superior a todo poder en el mundo. Injusto e injustificable, delante del poder de Dios. Y había que fundar un nuevo hogar en el propio terruño, pero con una ranita verde del monte, de esas que eran objeto de burlas cuando venían al mercado a vender los frutos del campo, y así poder dormir una noche la incertidumbre aquella. El buen comportamiento de los hombres del pueblo hace salir, decían los viejos, a los cimarrones del campo, ¿no? Pero era el imperio del desamor, era la tiranía infernal de los instintos, la locura dominando los poderes de la tierra. Desvivíase una existencia sin futuro.  Y la sangre de los hombres nativos que vencieron a las hordas haitianas en retiradas, desbandándose al este desde la Fuente del Rodeo, en las Cabezas de Aguas de las Barías, o en Cachimán, o en El Memizo, o en la batalla de Postrer Ríos, vieron sin estupefacción convertir su suelo en un bastión prohaitiano; vieron cambiar su viejo valor espartano por el  centro puente de apoyo a los hijos del vudú, al igual que a los hijos de Macandal, pero, también, a causa del desamparo del gobierno central, como si el pasado nunca hubiera pasado. Aquel día, cuando el sol derramaba su oro molido  sobre las tumbas de tantos independentistas, de tantos restauradores, de tantos revolucionarios levantiscos y sin nombres gravados en las páginas gloriosas de nuestra historia, los herederos de Caín volvieron a sepultar aquel antiguo heroísmo. Otros fueron poseídos por los genes de café retostado de Toussaint, y quedaron dominados por el espíritu innoble de Saúl, y no pudieron evitar la tentación primitiva de extender su sed de exterminio sobre las almas retoñantes de aquellos prohombres, quienes juzgarán desde el más allá a quienes fueron tontos útiles de las sombras de la tiranía trujillista, indiferentes ante  tanta maldad, contra sus parientes más cercanos, sólo por ganar el mérito de ser trujillista al extremo, régimen que adulaban para gozar de los panales de miel de abejas aposentadas sobre las osamentas de mil leones yertos. 

 

¡Oh! ¿Qué decir? Días sin lumbres. ¡Oh la tierra aquélla y su remoto sortilegio que tanto obsesionaba! ¡Desvive, acaso, perdida en medio de la luz? No se sabe. ¿Qué otro terruño podía Armandito José amar más que a Santa Cruz de Las Uvas? ¿Dónde habrá mejor trato? ¿Qué es, empero, mejor vida?  ¿Cómo saberlo? Sólo sabe que en Santa Cruz de Las Uvas yacen los restos de nuestros antepasados, allí hizo polvo su ombligo al nacer, sobre su suelo de piedras rodaron sus dientes de niños al mudarlos… y en allí, ¡oh ciudad eterna!, en ti reposarán un día,  bajo tu ardiente sol, sus restos mortales por tiempo indefinido. Y es que Santa Cruz de Las Uvas, en medio de la ruta de todos los caminos del dolor, es como esas caídas hojas de otoño que viajan desde el retoño en brazos del viento vagabundo de los días. Como una mujer enlutecida a destiempo, va siempre vestida de luto, cuando sólo vestía de blanco, sin que hubiese un alma que se vistiera con su dolor encallecido, liberador.

 

Ciertamente, fue en el cuarenta y tres cuando el Generalísimo Doctor, Benefactor de la Patria y Padre de la Patria Nueva amaneció sobre los caminos de baratujales de Santa Cruz de Las Uvas. Había una Pléyada de jóvenes y entonces toda la bolita del mundo estaba de acuerdo con que sería Santa Cruz el gran pueblo del sur, por ser tierra de héroes y de poetas, sobre todo cuando aquellas inteligencias ardorosas que podaban el árbol de las ciencias, les llegara su oportunidad palaciega que vino después, en honor a las contribuciones históricas en la fundación de la República, ocuparon un lugar señero en el concierto de voces de los pueblos de la Nación. Vino el tirano a convertirla en provincia;  suyo fue el méritos de haber congratulado a nuestros prohombres y Santa Cruz de Las Uvas, durante muchos años tuvo que agradecérselo, dando votos por aquel nombre que quedaría por siempre imborrable en la histórica pasión del Vallehondo, como en todos los rincones de la vida nacional, donde fueron erigidas otras estatuas y monumentos a los familiares del Jefe, ¿no?, además de las muchas casas suntuosas de corte americanas de su propiedad diseminadas por todo el país y que estaban destinadas para hospedar al Jefe a su paso promiscuo y lleno de oropeles, como todo un príncipe oriental, y después de su ajusticiamiento muchas de esas construcciones americanas unas o tipo romanas otras pasaron o a la Iglesia Católica o a alguna institución oficial como Hotel turístico o fue destinado a un  club social comunitario. ¿Por qué no agradecérselo?, ¿no? Hoy día el camposanto silencia las voces de aquel pueblo y de la juventud de entonces, en gran parte. ¿Qué hicieron por esta tierra blanca? Cabalgando la mula parda de la ignorancia, foránea, hasta conquistar la luz plena del día indeleble, ¿acaso sus ilustres hijos dejaron al pueblo blanco con el mismo salitre de abandono que encontraron al nacer? Después de todo, la juventud de hoy está en desacuerdo con los tipos que protegen las peores injusticias, aunque tampoco parece con la fuerza suficiente para enfrentar el desorden sempiterno e intuían que hay que luchar por el imperio pleno de la justicia, por ejemplo, una justicia como la de los distribuidores de aguas públicas, que son insobornables e irrigan sus campos, en medio de la sequía, toma por toma, conuco tras conuco, sin importar posición económica o social, intuían estos nuevos jóvenes que hay que llevar esta justicia de los agricultores a todos los ámbitos de la vida de la Nación, ¿no? Y el problema entonces era cómo vencer tanta pusilanimidad que se activaba cuando un don Juan de los palotes, ya graduado en derecho era nombrado por el partido oficial en la fiscalía, vendió dictámenes a los acusados de narcotráfico o pidió en audiencia  penas benignas para quien asesinó a la que era la madre de sus hijos, y  luego compró una lujosas  jipeta con el  maletín de gordas papeletas que recibió como pago por semejante dictamen. Más la oculta promesa de una libertad condicional. ¿Doscientos años con la justicia de Procusto en Santa Cruz de Las Uvas? Y no hay mal que dure cien años… Los derechos de los niños huérfanos, el futuro de la mujer viuda, las tierras de los campesinos cuyas hijas viajaron a España, golpeados por los usureros apoyados por unos cuantos comerciantes de la diosa Themis, reducida a una nueva reina de la arena, sin que haya un control judicial efectivo respecto de tantas pasiones, en todo aquel desierto de la palabra amor. Un gran negocio. Negocio para comer chivos en los municipios lejanos y montaraces, ¿no?  Sobraba para tener novias y muchachas amancebadas, sí. Mas sin embargo, por este mismo camino malo, Santa Cruz de Las Uvas pudo vadear muchas de las desgracias, a pesar de todos los pesares y la suerte ha sido, empero, que la ciudad va con sus pasos entristecidos y polvorientos por esas calles de Dios que hoy son asfaltadas. Habrá cambios.  De cuando en cuando, vuelve la luna de un vuelco y se llenan sus campos de luz nocturna en tus ojos, oh, Santa Cruz de Las Uvas, dulce fruta embriagadora del universo, cáscara antinómica, de amores de acritud eterna. Nuestro vino es agrio, como ha dicho un gran maestro antillano, pero es nuestro vino.

 

Desde el fondo de la clínica jurídica, Santa Cruz de Las Uvas se muestra a los ojos del mundo, tal como es y como debía  de ser bajo el sol perpetuo, con sus rayos de mil cuchillos de espaldarazos. ¡Cuán bello es respirar, en todas las direcciones del viento, cuando ya el viento ha madurado las quenepas, las ciruelas, los altos cocoteros! Ha despertado sola, como una mujer joven recién enviudada, con niños hijos de Dios que se arroparán con el manto frío del amanecer, alzando a las estrellas sus plegarias llenas de gracia. ¿Cómo saberlo?  Era lunes temprano, la nueva oficina de abogado reapareció convenientemente equipada en medio de la tierra de las añoranzas. Un abogado joven, Armandito José, por algún tiempo, encarnó entonces, a pesar de todo, en medio de tanta indiferencia y de crueldades que se pasaron de la guardarraya de la tirria  sinsentido, el idealismo que flota en los amaneceres dichosos de Santa Cruz de Las Uvas, observado por las altas estrellas. Eso fue por algún tiempo. Otros, más tarde que nunca, vinieron como siempre a ocupar este espacio de sueños e idealismo que, en tiempo  real, sólo aquí tiene su  más  terrible polo poético.

 

La mañana clareó la salita que fuera aposento  antes de que  el doctor Armandito José abriera el estudio. Tuvo que hacerlo subiendo el muro ancho y de un metro de concreto de alto que servía de calzada a la casona. Al pie de la puerta con candado, dando acceso al sur de la oficina, habían tirado un baño de hojas de guayacán hervidas como tisana, junto a una suma determinada de dinero metálico; había además otras suciezazas que yacían con las hojas hervidas del palo eterno.  No; no las pisó. Supo vadear el peligro.  Muchos piensan como haitianos, aun. Por ejemplo, Zaga, un evangélico Pentecostés trajo a su tía Mereja desde la ciudad capaital un gato cruzado con raza extranjera porque la última vez que la visitó vio que habían muchos ratones, y la tía Mereja tuvo encerrado en la trampa el  gatito hasta que murió aullando y gimiendo auxilio y hambriento y  esa noche fue al cementerio municipal, a las doce en punto,  y enterró el gato, por si acaso se tratase de una brujería, sí. Es una forma general de pensar a lo vudú, sí. Y se pueden poner miles de ejemplos desde el campo a la ciudad, ¿no? Esa influencia se acentuó a partir de la instalación del denominado centro puente… Durante siglos Santa Cruz de Las Uvas mantuvo sus vínculos comerciales más calientes con Puerto Príncipe que con Santo Domingo de Guzmán, lo cual fue acentuando la influencia de la cultura afrohaitiana. La dominicanización de la frontera, durante la tiranía de Trujillo, frenó en gran medida tal influencia, pero tal política se vino abajo a causa de la matanza de haitianos del 1937. Una vez dentro de la oficina, que abrió subiendo por el muro ancho de la calzada, el doctor Armandito José contempló brevemente el escritorio de metal de la secretaria,  llamada Ordalía; la anterior, la señorita Lía, se había casado y se fue a vivir con su marido al Cibao, donde ya él trabajaba y era bien remunerado.  Después, colocó bajo el pisa papel de la maquinilla Royal las minutas que había redactado la noche anterior, bajando entonces el bracito del tipo “b” que estaba enganchado de la mariposita de la máquina. Sí. Acto seguido, con  voluntad optimista y feliz, dio un circular vistazo a todo, con sus ojos de pequeño filósofo que todo quieren saber, cual niño que ha hecho su primera interpelación al universo.  Y encendió las tres lámparas fluorescentes.  En el fondo, su alma era como un niño travieso, pues se dejó caer sobre el escritorio giratorio. Respiró profundamente y exhaló el aire por la boca. En vez de verificar de inmediato la dura agenda del día, con voluntad tranquila como tecnología de punta, hizo girar el sillón negro ejecutivo y se dijo: Tengo mis conclusiones escritas en el maletín y sólo necesitaré pedir plazos para ampliarlas, y entonces se dejó atrapar, casi sin proponérselo, por el pedacito de cielo que se colaba por el  zinc alemán que cobijaba la antigua casona del fenecido platero compostelano.

 

Otras veces, el joven señor pudo observar que la caída de las aguas del cielo corrían por el zinc alemán medio mohoso, pero milagrosamente aquellos hoyos de balas de antiguas revoluciones no colaba agua al interior de la casona, salvo que haya habido ventarrones y casi nunca llueve cuando hay ventarrones en los tiempos que no son de ciclones. Alto y encrespado el caballete, sólo la luz del sol traspasa esos huecos del otro mundo. Durante largo rato, desde entonces, el doctor Armandito José solía contemplar aquellas inclinadas perforaciones de proyectiles de carabinas antiguas. Echó el escritorio hacia atrás, delicadamente absorto. Rostros de almas muertas retrotraídos desde el fondo de una visión fantasmagórica en tiempo real no virtual, vinieron como a su encuentro.

 

Afuera, al sur de la clínica jurídica, al cruzar la calle Cáceres el bar Rosas Tiernas del señor Cómodo Mancebo.  La música altísima, con un volumen a veces ensordecedor no provenía de allí, sino del bar terraza del extremo sur de esa misma manzana y que décadas atrás fuera el Restaurante chino llamado Lucky, quizás en honor al primer poeta chino de nombre conocido, y  un buen día amaneció reducido a cenizas a causa de un  voraz incendio, cuando ya nadie habitaba esa casona sin suministro de energía eléctrica y abandonada por los chinos que mucho ha habían emigrado a Santo Domingo, con su negocio de comidas suculentas. Mayor era el ruido de monóxido de carbono que dejaban las patanas que iban cargando cosas rumbo a Haití, así como el ruido ensordecedor de otros vehículos de motor; las patanas llevaban un oficial militar en la puerta del chofer hasta que ésta estuviera fuera de todo peligro de registro serio del cargamento o de detención en los chequeos de militares, a lo largo de la carretera internacional. Y el alma del joven abogado permaneció de ese modo, felizmente absorta en pensamientos provechosos que lo desconectaban de la agonía existencial que le rodeaba, observando los hoyos del zinc alemán que cobijaba la casona aquélla, con la envidiable mansedumbre de un viejo  árbol baobab sobre las áridas tierras secanas con raíces que bajan hasta los gloriosos ríos subterráneos que se originan en el norte, más allá las sierras y las montañas morenas. ¿Cómo es que nada de estas cosas del paraíso pudo sacar del carril de otoño tantas desgracias sin nombres; cómo es que no hemos podido ser, en esencia, en nuestros sueños e idealismo sempiterno que aun flota en tiempo real en cada amanecer del mundo y bajo las tibias noches estrelladas?

 

Verdad es que la clínica jurídica del doctor Armandito José Delvallegrande Pérez siguió operando y coadyuvando a resolver casos que le quitaron a mucha gente un gran dolor de cabeza. Eran dolores que las anfetaminas amainaban en la más vieja. Por algunas horas, los dolores deslíanse como nubes en el cielo azul, pero volvían horas después y así casi siempre hasta que vieron el feliz término de los problemas legales, muchos con más de veinte años que otros abogados ya les habían cogido hasta miedo, y, como un milagro, Armandito José, los fue resolviendo amigablemente, lo cual creó ronchas en los predios de la envidia, que como dijo Luís Vives la envidia es una enfermedad incurable en quien la padece. Causas que tuvieron ribetes patrióticos, que no dejaron grandes emolumentos, a causa del terrorismo judicial interior o a las influencias de los políticos del patio sobre la diosa Themis de aquellos tiempos nefastos.  Fueron aquellas actuaciones legales que, a decir de uno que otro leguleyo colocaban al doctor Delvallegrande Pérez en el terreno de quien no sabe dónde se encuentra el dinero, pero nadie negó que fueron procesos que resultaron sin embargo como medicina efectista en el cuerpo enfermo de la misión, visión y valores de la diosa de la justicia. Muy pronto, al doblar de unos cuantos años, sin embargo, un nuevo paradigma mundial, la globalización, daría lugar a la independencia judicial, y habría reformas profundas en la justicia. La clínica jurídica hizo su historia, pues. Muchos de estos pleitos, empero, fueron conectando al doctor Armandito José al cordón umbilical del pueblo, así como a la génesis de sus más acuciantes problemas de relaciones humanas rotas. Su memoria de elefante lo iba archivando todo, cuando no tomaba apuntes a vuelo de pájaro para no olvidar las señales de tránsito de la creación poética,  cosas esenciales, pero en suma sin un propósito particular, salvo la intención de sobrevivir a todo aquello; sobrevivir era la palabra secreta, ¿no? Después, cuando haya dado a conocer su particular testimonio, poco le importará, entonces, vivir o morir, ¿no?

 

Cada sábado,  el joven abogado laboraba como siempre, mañana y tarde, aunque de tarde eran las lecturas de obras nutridotas en la Biblioteca municipal, cuya encargada era entonces la señora Babey Tebaida Cuevas. Quedaba en el mismo solar de la susodicha casona. En las últimas horas de la tarde, también visitaba a algunos de sus amigos más cercanos, empero, había cinco personas que eran fundamentales en la vida de este joven señor: don Emil Segundo, su compadre, que lo quería muchísimo; el doctor Lafragua, fallecido años atrás pero que últimamente estaba visitando al letrado en sueños, junto a Bloom y a Antón, dos hermanos  que también fallecieron a destiempo; su  colega del doctor Tininito Méndez, eximio poeta que vivía en el exilio interior, a pesar de ser uno de los mejores escritores de cuentos de su generación literaria nacional; poeta y novelista, aunque en el patio sucumbía su genio a la mediocridad, acoplándose a ella, como todo un buey cansado que no luchaba por liberarse del yugo; la señorita Eulalia Segundo, la maestra que lo alfabetizó o a los nueve años cumplidos  aun lo visitaba amorosamente; y su padre don Armando Delvallegrande Guzmán, un pastor de iglesia protestante ortodoxa con dones del cielo verificados en cultos reales, como el de sanidad, el de profecía y de interpretación del lenguaje de los ángeles del cielo cuando el Espíritu Santo era derramado sobre la Iglesia.

 

Naturalmente el ejercicio de la abogacía como arte de pedir justicia en los estrados judiciales, era cosa muerta entonces.  Había no sólo un ¨sida cultural¨, sino también forense. Ameritaba ejercerse sin terrorismo alguno. Hay que defender los derechos de las personas, su libertad o sus bienes con una conciencia democrática, con decoro, con moderación y con respeto. Si el diálogo es inherente a la vida social de los hombres y de las mujeres civilizadas, la violencia que los colocaba contra la institucionalidad, es cosa de fieras.  La abogacía ha de ser siempre la reina de la cortesía. No puede ser una comida demasiada exquisita para esos distritos judiciales donde la ansiedad terrible de tener y no precisamente de ser alguien algún día en la vida en convivencia civilizada con los demás congéneres, convirtió  entonces a los tribunales en puros ventorrillos de canto a canto de la República. En Santa Cruz de Las Uvas, la ley era inventada en sustitución de la ley nacional y en fraude a ella. El estado semisalvaje de la naturaleza humana, tratando de calcar los modos de vidas ya periclitadas con un poder que volvió loco a los menos avispados, fue prueba más que evidente de la ignorancia de que se desvivía la era de la luz, de los viajes espaciales, del descubrimientos de nuevos planetas fuera y dentro de nuestro sistema solar, o de los esquemas intergalácticos que años después permitirán explorar otros planetas, como Martes o Júpiter, y otros mundos. Nada de estas cosas ocupaban un lugar en las mentes de trapo.  Sólo pensábamos en el vecino o en las cotidianidades y pasiones y diatribas, pero la tierra seguía como un ave redonda trazando su ruta alrededor del sol. Es la verdad. Armandito José sin embargo formó grupos literarios donde la aptitud mental de cada uno en la vida, era evidencia de su grado de responsabilidad cósmica y emocional y no tanto en lo intelectual, y hoy todos esos muchachos han triunfado frente al diluvio universal de la desidia. Dichosos los pueblos del mundo, que el arco iris veían reaparecer en su húmedo firmamento, con su mensaje divino de que Dios no acabaría la tierra con otro diluvio universal, ocupando su rincón en el cielo, a pesar del fenómeno del niño en los océanos.

 

Sin temor al qué dirán, el doctor Armandito José Delvallegrande Pérez continuó defendiendo sus causas con pasión y lealtad. Esclavo de los clientes, a veces trabajaba sus casos hasta la madrugada. Un rumor de voces vino a su encuentro, entonces. Comenzó a cultivar unos amores en el cielo.  No bastaba la ciudadanía terráquea. Había que tener también una nacionalidad en el cielo azul de siempre. El alma es azul porque el cielo la espera y había que prepararse para mirar un día de frente la eternidad. Todo cuanto estaba en torno suyo iba de paso, como la vida misma, pero había algo de antes que era desplazado por  otras formas, aquí y ahora y ese cambio invisible en la vida del pueblo se reapareció ante sus ojos, como un rumor de voces, imposibles en la tierra, como mariposas sin alas, como palomas sin vuelos que buscaban mostrarse al espejo de la imaginación poderosa. Y nada resultó como amor buscado en tierra ajena. Todo lo antaño bien amado, desaparecía para darle paso a las nuevas vanidades de la vida. Y todo le parecía que, al igual que Galileo, estaba viendo caer, por primera vez, la manzana desde la torre interior o desde las altas leyes invisibles de la naturaleza aquel coro de voces, como aullidos de animales que gritan dentro de las cavidades de un corazón enfermo, tomó el cuerpo de una leyenda, el histórico mito de la santa sangre de las uvas, lo que hicimos como pueblo con la religión de Dios, ¿no?, y la canción eterna cayó del cielo. Nadie se había atrevido a cantarla con las ciguas de palmas que gorjeaban sobre los altos y grandes laureles tupidos del parque central, como un cántico de liberación sobre el mar rojo del amor ancestral.

 

Fue entonces cuando el doctor Delvallegrande Pérez despertó de aquella pesadilla guardada en los negros huecos del zinc alemán de la casona en cuya esquina había instalado su oficina de abogado. En eso llegó una niña con el mensaje de que su compadre don Emil Segundo quería verlo con urgencia. Sacudió su alma de aquellas ensoñaciones veleidosas pocas veces repetidas en el mundo,  y envió con la infanta Graciela éste otro mensaje a su bendito compadre; entonces el angelito debía volver a casa  calle arriba, mientras un redondo sol de oro como un chele repintado  jugaba sobre sus negras trenzas. Cuando le dio el recado,  el joven señor le habló a la niña, diciendo:

 

Mi hija, dígale a mi compadre Emil que voy dentro de una hora, cuando salga del Tribunal, sí.

 

Asimismo se lo diré a mi abuelito, doctor Delvallegrande…

 

 

 

 

 

 

0 comentarios