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LA MALDICION DEL PARRAL

LA MALDICION DEL PARRAL

Por:

 

Abraham Méndez V.

 

 

LA MALDICION DEL PARRAL

 

Armandito José tendría entonces unos cuatro o cinco años. En varias ocasiones sus padres tuvieron que llevarlo al médico, de emergencia. El caso es que aprovechando que su padre dormía la siesta o hablaba con otro evangélico, el infante se subía sigilosamente por el tronco del parral, que consistía en varias matas de uvas que partían desde el lado sur del traspatio y recorrían sobre una gran enramada casi todo el ancho solar, salvo la casa de la familia, y, para que don Armando su padre no se diera cuenta, el astuto niño iba devorando las uvas con cáscaras y todo. Fue así como se empachó.  

 

En cierta ocasión pasó por allí doña Maguí, una vieja prieta con fama de bruja que vivía unos doscientos metros más al oeste, en la cabeza del callejón que divide el barrio El Jacho con Cachoevaca. Venía de no se sabe dónde, vio el parral cargado de unos racimos de uvas que estaban a punto de ponerse moraditas, y no pudo impedir gritar su admiración, bajo el sol de las once y media de aquel sábado de gloria, diciendo:

 

Oh, qué uval más hermoso, y  un niño encaramado comiendo uvas,  que parece como que bajó del cielo.

 

Don Armando Delvallegrande despertó de pronto, al oír a la vieja Maguí, y se quedó oyéndola nomás, simulando dormir su siesta bajo la sombra propicia de las matas de uvas. Escuchó muy claramente todo cuando dijo la vieja aquella, que tiró su voz endemoniada sobre el parral cargado de racimos que muy pronto estarían buenas de vender en el  mercado, pero un golpe seco hizo que el buen padre saltara corriendo del fondo de su mecedora serrana. Armandito José cayó también fulminado por el mal de ojos de Maguí. Por suerte cayó sobre el suelo acolchado por las yerbas secas del burro bayo. Las uvas se pusieron cenizas de inmediato, el muchacho ardía en fiebre, y muchos racimos  de uva gotearon enteros del parral casero. Los que no cayeron de las matas se pusieron cenizas y se cuartearon.

 

Temeroso de perder el muchacho, don Armando lo cargó en seguida sobre el hombro y cruzó el pueblo de tres zancos y llevó a Armandito José al consultorio del único doctor que había entonces en la comunidad.

 

 No tiene ningún trauma grave. El chichón bajará poniéndole paños de hielo, dijo el doctor Cordero y agregó:- pero tiene una fiebre en treinta y nueve que arde.

 

  ¿Qué hago, doctor?

 

  Nada. Déle estas gotas, y esperar que ceda. De vez en cuanto báñelo con agua fría y así evitará que la fiebre suba a cuarenta. Entonces sí. Déle la dosis exacta, cada seis horas.

 

Los muchos baños de agua bien fresca de la tinaja no bastaron. Las dosis de la medicina que le recetó el doctor valieron menos que las muchas refriegas en la enorme batea de guayacán. Las lágrimas de la doña Antonia, la madre del muchacho, fueron en vano, porque la fiebre ya estaba en cuarenta grados. Convulsionaba. Medio punto más y se carbonizaba, pero los baños valían la pena, entonces, por unos cuantos minutos, sí. La fiebre  bajó un grado  y se mantuvo en  treinta y nueve grados.

 

Alguien que iba de paso vio el grupo de evangélicos pentecostales que oraba y cantaba, pidiéndole a Dios la sanidad del niño de don Armando. Vino y observó al hijo de cerca y dijo: Es maldeojos que tiene. Dénmelo. Pero, si ustedes son cristianos y no creen en eso, dénmelo que yo iré de un brinco con el niño donde la vieja Maguí, para que la azarosa le orine la cabeza.

 

La sanidad viene de Dios, también la sabiduría; ya fuimos al médico porque la ciencia la da Dios. Pero yo no apruebo la brujería.

 

No es brujería, don. Es un simple ensalmo, después que Maguí  le hizo el maldeojo y basta que le orine la cabeza al muchacho, eso no es nada. Es sólo una mujer que pasó  con la mala hora en los ojos. Nada más.

 

No, esas son cosas del Diablo, doña. Ésa satánica pasó por aquí, se admiró del parral y mire el uval en el suelo, mire los racimos cenizos con los granos partidos en dos, y voy yo ahora a buscar la cura donde ella, eso no, doña. Siga su camino.

 

No es ella, don. Es su orina.

 

Don Armando  se negó a entregar el muchacho a la vecina recién llegada; antes bien, llamó a los evangélicos y evangélicas que habían ido a su casa a darle asistencia espiritual. Se agarraron de las manos. Oraron. El Espíritu Santo se derramó entre ellos.

 

Que sea la voluntad de Dios todopoderoso.

 

Los hermanos evangélicos que estaban allí obedecieron el llamado porque era la voz del Espíritu Santo que hablaba al través del copastor y primer diácono de la Asamblea pentecostal. Eran cristianos ortodoxos. Antón, el hermano mayor de Armandito José, dominaba el centro del círculo. Casi un calco de la iglesia primitiva. Tres o cuatro años después se iba a repetir semejante círculo de oraciones, invocando el milagro por Antón, al ser mordido por un perrito con rabia salido de los montes. Armandito José hervía en fiebre en cuarenta.  Ellos cantaban y oraban, ignorando que en el techo de la casa había cientos de espíritus del aire que sólo el niño, en su fiebre delirante, podía ver. Se desdoblaban con techo y todo. Jamás olvidaría aquel espectáculo de ultratumba. Ni siquiera podía sentir el círculo que danzaba en torno suyo, pero la verdad es que aquellas oraciones salvadoras arrancaron al niño de la guadaña de la muerte.

         

Sí. Se hizo el milagro. No bien terminaron de hacer la oración cuando ya Armandito José había sudado la fiebre casi por completo. Entonces fue cuando el Espíritu Santo volvió a derramar con furia sus ricas bendiciones sobre aquellas hermanas y hermanos agarrados en un círculo de fuego de fe triunfadora.

 

Doña Maguí siguió haciendo sus maldeojos a todo cuando admiraba. Tenía mala fama. Los muchachos del barrio la llamaban bruja. En una ocasión, unos doce años después de la maldición del parral, Armandito José jugaba baloncesto junto a otros adolescentes de El Jacho, en una cancha improvisada en la calle. Pasó doña Maguí y la cadera del muchacho chocó con las cosas que doña Maguí traía ese sábado de cenizas del mercado. Era casi el mediodía. Y la vieja Maguí sostuvo con fuerzas traídas del otro mundo el saquito que contenía frutas y hojas de hacer remedios de luna llena. Se trataba de una vieja de buen tamaño, dura para encorvarse, de mirada fiera, coñera, con mirada de chivo ahorcado, y lanzó un coño insolente al muchacho, sin recordarse de lo sucedido mucho ha Lo cual no le gustó a Armandito José, que parecía acordarse bien del maldeojo aquél.

 

 ¿Pero esta vieja vive aún?

 

La expresión ofendió la doña Maguí sobremanera. Lo miró con fuego en los ojos de chivo ahorcado. Si no lo embrujó con su mirada de muerte era quizás porque no lo estaba admirando, no estaba pensando que era un niño  que parecía bajado del cielo. No. Si aun era de buen parecer a pesar del maldeojos. Armandito José era ya, también, un angelito endiablado, por su forma de hablar, ¿no? Pero Maguí supo de inmediato recordar los orígenes del muchacho, pues le grito:

 

   ¿Qué dices tú, evangediablo?

 

No se dijeron más nada. La vieja Maguí siguió su camino tirando conjuros al aire. Los muchachos, por su parte, alrededor de Armandito José, pues era ya un líder del drama y la poesía coreada en el club, estuvieron mirándola atentos, hasta que la vieron llegar a la esquina del bar de enfrente, pues la calle moría como en T, con otra calle, y  porque fueron en un tiempo niños muy bellos y doña Maguí afeó a muchos de ellos con sus maldeojos, y  los muchachos allí presentes, al unísono, sin acuerdo previo, tenían hecha la improvisada su cruz de dedos, y a un mismo tiempo vocearon:

 

     Maguí, Maguí vieja bruja.

 

Nota: Capítulo VII, de la novela LA SANGRE DE LAS UVAS, de Abraham Méndez V.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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