CAPITULO VI, DE LA NOVELA EL SUEÑO DE GALA
VI
SI, ATRAPADO EN LA órbita sombría del sueño de muerte, dormido como ciudad perdida en medio de la luz, ¿cómo podía yo hacerte compañía? Madre se había levantado a altas horas de la noche como siempre lámpara en mano, a matarnos mosquitos llenos de sangre, dada la vejez de las colgaduras de las camas. En éso, seguí durmiendo, y tú pensaste otra cosa increíble pero cierta: durante un año una noria de agua helada salía desde el fondo de la letrina y el agua (fofa hasta que se vació todo la inmundicia) se resumía a unos metros sin pasar a otros patios vecinos. El agua se quedaba en el mismo patio de la casa, como culebra sin cabeza que sale por el hueco del tronco de guayacán para meterse por el otro portillo del corazón de aire del mismo palo eterno, y ello te daba continuas pesadillas y un gran desajilo. Hoy sucedió lo que tenía que suceder, sin embargo. Acaeció que tu casa se derrumbó. Toda la superficie cuadrada del solar cedió a aquellas jurunelas insólitas y malignas y te fuiste abajo con la catástrofe y todo; pero no, yo te ví caer desde el filo de la lunita, y la lunita se volvió una paloma veloz y clavó sus finos alfileres cósmicos en tus pañales de nostálgicos sacos de harina y te salvó de la caída fatal.
Despuntó el alba, cuando el novilunio te soltó sobre el techo del Vallegrande. Te miré caer y evité que cayeras aplastado, aplastado bajo ese derrumbe de rocas milenarias que sostenían al suelo de tu casa en tinieblas. Sombras. Agua hirviente. Abismos. Toda la noche cruel cerrándose en tu herida para darte el despunte del Amor perdido en la mañanita. ¡Ah!, Montalba se ha escapado del más allá.
¿Quién era, empero, Montalba? Más tarde el cielo quedó trepado de luz solar, pero desde lo alto de la montaña viendo que las bombillas de tu casa se hacían añicos sobre los paloeluces, apenas te pusiste de pie y te lanzaste al abismo a morir junto a tus tablas de versos deshilachados, junto a esos bidones plásticos en que permanecen hecho polvo los tuyos. Allá en el fondo del absorbente hoyo negro de la tierra. Entonces, Oh Jerjes, te tiraste a morir.
¡Te tiraste a morir! En la vida es más difícil ser que no ser. ¿Quién era, empero, Montalba? ¿Te acuerdas? Entraste al aula como de costumbre, pero el duro peso de la realidad te hacía menos soportable cada día cruel. De suerte que iniciaste la clase bañado de cierto nerviosismo clandestino. Al vivir los primeros momentos de cualquier circunstancia singular, siempre era así, como quien se tira de cabeza a Las Marías con ese regocijo de quien sonríe con el designio inexorable de no volver a llorar. Así que terminaste la clase de geometría con el dictado de un par de teoremas capitales para que fuesen resueltos por tus alumnos al instante de tus sensaciones de cielo terriblemente claro.
Tus alumnos pegaron sus esperanzas de cangrejo a las butacas para poder resolver aquellas ilusiones teoréticas. Tú permanecías de pie ante el pizarrón obscuro. Tu pensamiento medio se iba al rostro de la bella Montalba, tal como se lo habías visto el día anterior en Las Marías, bañándose, mientras nadaba y nadaba sobre un tubo de tractor. Nadaba feliz, salpicada de cristalinas gotitas de aguas frescas y mostrando al sonreír la perfecta dentadura de su boca de níspero y miel de abejas.
Montalba era una mulata de una extraordinaria feminidad . Su padre fue un oficial de ejército que prestó servicios patrios en la ciudad del sueño. Tenía tres hermanas que solían hablar en jerga cuando estaban junto a alguien respecto a quien deseaban expresar alguna cosa que pudiera ofenderlo o subirle la guinea, y no vayan a salir de pleito. A la casa del primer teniente frecuentaba un gallero que bajaba semanalmente de la loma de La Fortuna y sabía traer pollos de raza para que fueran alistados en la traba del traspatio y en los días de gallera sacaban de los rejones de tablitas un par de púgiles de plumas, los echaban bien rociaditos en blancas fundas de hilo fresco y se iban con ellos besando sus espuelas asesinas a la gallera sabatina, o a cualquier otra en turno, a apostar sus ejemplares de combate. En una ocasión en que entrambos galleros salieron de juego, el mulo en que siempre venía el socio del padre de Montalba había sido amarrado no en el sitio de costumbre, sino al tronco de la mata de naranjas que ofrecía su aroma agridulce a la vera del anexo que servía de cocina, y la bella Montalba venía barriendo hasta pasar por la vera del animal, y el cuadrúpedo era bravo y tiró una coz tan peligrosa y con una fuerza tal que la escobita con que estaba barriendo tu Julieta fue a parar bien lejos, y, ¡Ay Dios!, si no hubiera sido por los prontos “Auxilio, Auxilio” de la propia Montalba, ésta hubiera terminado muerta a destiempo bajo las patas sacrílegas del animal. Pero el mulo colorado del gallero no duró en retroceder chorreando el mate del ojo con los escobazos que tú lograste propinarle en un arranque de nervios salvadores. Montalba pensaba con razón que te debía la vida y en muchas ocasiones se te vio con tus ropas humildes y limpias cenando con ellos en su mesa de gloria.
De suerte que Montalba no se había dado cuenta que tú estabas allí bañándote, después de tanto tiempo. Nadaba en un tubo de tractor acompañada de un antiguo condiscípulo de la normal, y que inmediatamente identificaste como Daniel. Pero Daniel Villanueva se puso echar cuentos de caminos que tenían tan poca gracia que el pobre terminaba carcajeándose para obligarla a mostrar una vez más su dentadura de granada bien endulzada por la naturaleza. Otras veces, en cambio, Daniel detenía el cómputo del relato para ver de reojo esa penca cosa que se divinizaba sin libertad bajo la fina tela negra del bikini, y tú temblando al otro extremo de Las Marías celando además esos senos poderosos cubiertos delicadamente por el escote también negro, y sus pies sumergidos en las frías aguas
de piedras cambiantes como su profundidad de espejos a puertas cerradas, y tú celando todo su cuerpo de delirante hermosura, salpicado de gotitas cristalinas besadas por la tibia luz del sol y que la hacían un providencial bocadillo de rey aprisionado entre pulidas capas ambarinas. Entonces tú te tiraste de cabeza al fondo del agua desde lo más alto del palo verde de la orilla de la carretera y Montalba, sobre el tubo de aire, al verte, sintió deseos vehementes de ser la fuente de aguas vivas que te recibió con un jubiloso espumaso, y el susto que ella sufrió al verte cayendo de cabeza casi la derribó de la palma, pero la retuvo el tubo de aire bajo el sobaco en que nadaba y parece que su acompañante pensó que la vida no tiene equivocación, puesto que miró Daniel hacia todos los lados como buscando saber si había pasado solo esa vergüenza de amar un corazón locamente ajeno. Después ella nadó, nadó hasta el tronco de palma real donde tú tiritabas por un rayito de sol en medio de Las Marías... No supiste en qué momento se había esfumado entre las aguas el acompañante de Montalba, y así pudieron hablar y responderse cosas y contarse otras cosas, hasta que se le agotaron los temas habidos y por haber, y entonces vino el amor y abrió las puertas afectivas del corazón, cuando ella te preguntó: “En verdad Artajerjes, fui yo el amor de tu vida, o un amor en tu vida”.
Entraste al aula como de costumbre, dictaste al final de la clase de geometría un par de teoremas capitales que tus alumnos trataron inmediatamente de resolver. Entonces Montalba vino a tu encuentro. Allí, ante el pizarrón obscuro, estabas con la mirada perdida; y la voz de un niño, clara y celestial como era la tuya cuando conociste a Don Prado, pudo retrotraerte al aula.
Profesor, profesor...
Ajá!, dígame alumno; ya terminó?
Sí, profesor. Mire.
Ah! Sí. Y los demás, ¿ya terminaron?
Nooooo!
Era Montalba la canción del mediodía, la luz de media noche, pero te tiraste a morir.
Entonces, Abram, espera que todos hayan resuelto sus teoremas. Para que los corrijamos en conjunto, en la pizarra, sí!
Era la canción del mediodía, era la canción de medianoche, era el amor de toda una vida, colocando a una esquina del corazón sus rosas insomnes, y tú proponiéndote un pétalo del alba, sin pensar que mañana un “sí” tan grande como una oleada tempestuosa los volverá un pez para la noche que no roza la otra orilla del mundo sino al final, al final de la tibia agua cristalina.
Nunca habías visto el viento sentado al pie de un árbol y el amor que es como el viento tejía un nido de claridades a su pie rosa. Estabas en condiciones de despreciar las hazañas que un día pudieran obnubilar las cejas del alma. Mas la Providencia que aroma la vida era rizo de otra ribera de peces desentendidos bajo los mismos cielos complicados de la Muerte que nos libera.
Profesor, profesor...
Dígame alumna...
Ya resolví los teoremas, mire.
Ah sí!
Y los demás, ¿ya terminaron la tarea?
Nooooo!
Entonces Justina, esperemos que todos hayamos terminado.
Era la canción del mediodía, era la luna redonda que todo hace esplendoroso, y que otra densa galaxia advierte con su pozo negro al centro con penas para otras horas de ojos de cocuyos llorando y que van como estos genteros días ganando distancias al hombre con el Tiempo. Las pulsaciones cósmicas son tiernos resuellos de muchachas perdidas en el espacio de la esperanza sin luz ni luna. Después del café caliente del Destino, había que desear la ardiente sopa que rompe los hervores montecinos del alcohol y los ajíes siete–pailas de la mar grasosa y ondulante de la obscuridad a puertas cerradas del recuerdo.
Era Montalba la canción del mediodía, era la luz de medianoche, la luna perfecta a punto de destruir la muerte con su rayo... Mas sin embargo como lo más que existe es la naturaleza, esta fortaleza de sueños, esta espada de ilusiones rodará hecha polvo sobre el polvo de la tierra; quedarán hechos con el paso de los siglos gallos del sueño que no pueden ser derrotados en la valla abierta del corazón, presumiendo que el hombre es una palabra, una palabra bravía que habrá de pronunciarse a sí misma aun después de la carta blanca de la Muerte, aun después de los blancos huesos de la Memoria, o aun después de esa manzana-galaxia de un Universo que es como un caracol, y que todo lo redime entre caracoles cósmicos por las nubes de negro profundo de sus emanaciones de muchachas soñando plenilunios en luna nueva de julio de azul amanecida sobre la mano de Dios.
Era, sí, la canción del mediodía. Montalba, la luz de medianoche, la luna redonda que todo hace esplendoroso. Y te había preguntado: “ En verdad, Artajerjes, fuí yo el amor de tu vida, o un amor en tu vida?”. La vez que viste a la bella de Montalba saliendo esplendorosa, extraordinariamente bella bajo el cielo de estrellas de fin de julio, junto a los suyos, en la fiesta de despedida, debido a que su padre había sido ascendido a comandante y, al mismo tiempo, trasladado a Las Damas... No pudiste, entre tantas amigas de la familia, hablar con ella. Además, los jóvenes dameros golperan los viandantes anamorados en ese tiempo, como ellos eran goleados en la ciudad del sueño, ¿no?. Tanto tiempo perdido, entonces. ¡Ah! Después de esa vez no la volviste a ver sino en Santo Domingo, en tiempos en que hacías esfuerzos heroicos para conquistar el progreso, académico, y volver a servirle razonablemente a la ciudad del sueño, tras un ideal imposible.
Y es que tú y Montalba eran como dos puntos para una misma coincidencia. Era precisamente allí donde coincidían en donde comenzaban a diferir. Encontrar la explicación no fue como buscar una aguja en un pajal, sino como identificarse con el guiño de ojos de una estrella solitaria dentro del concierto de las constelaciones oníricas. En verdad, nunca dejaste tus deberes para montarle una yuca bajo las alegres sombras que estaban enfrente del recinto escolar, ya que un amor como el tuyo y Montalba precisaba de menos coincidencia en la vida para poder llegar a ser en un sentido único y verdadero y que les permitiera desligar el afecto conque eras recibido en su hogar desde antes de salvarla del ataque sacrílego de un mulo embravecido, y que fueran más intrépidos y desafiantes y astutos y se lanzasen secretamente al encantador abismo del amor y de ese modo tantos ensueños de niños no se hubieran tardado tantos siglos para aflorar a tierra, como esas fuerzas cohibidas de los ríos subterráneos.
Sin embargo la declaración de amor vendría después; luego de muchas averiguaciones tu compañero de pensión logró localizártela. Entonces le montaste la guardia. Montalba llevaba en la mano una funda plástica con rolos. Tú estabas de yuca, en la esquina..... Cuando ella te alcanzó a ver, un sacudión le tumbó la funda de la mano. Te vio venir sonriente. Ella, en cambio, nerviosa, recogió la funda con rolos y corrió, corrió. Entró a la casa más próxima del vecindario, y cerró, nerviosa, tras de ella, la puerta...
¡Oh Dios mío! ¡Qué hacer! No, fuiste y tocaste aquella puerta. No podías darte por vencido, esta vez. : ”El hombre bueno - pensaste haciendo honor al difunto Prado, - no puede ser tibio; debe ser un hombre de iniciativa”. En lo alto del cielo capitalino, un color lechoso presidía la tarde inmortal, y el trajín de vehículos, por ese barrio, era escaso y tortuoso.
Buenos días, joven, ¿qué se le ocurre?
Escuche señor; yo soy una compañera de estudio de la señorita Montalba, y...
Y usté quiere verla, ¿no? Pero ella no vive aquí, sino en la casa de enfrente, en ésa, joven.
Sí señor, lo sé. Pero, le ruego que me permita saludarla, señor, por favor.
Ante semejante ruego tuyo tan adecuado, el hombre dio la espalda y fue por Montalba. Te dio entrada y te dejó en la salita con piso de mosaico, muebles de pino y estante con televisor y aparato de música y cuadros varios en la pared de arena. Desde allí podías oír a la bella Montalba inventando mil excusas por no recibirle. Pero finalmente el buen hombre la amenazó con llamarte para que fueras a saludarla a la terraza; y ella, ante tal encrucijada, optó por dirimir su actitud infantil. Era la canción del mediodía, y estaba, estaba enamorada, furiosamente enamorada! Tan pronto vino decidida a hablarte, conversaron de esta manera, de corazón abierto.
Con que... con que vienes tumbando la casa ajena, Artajerjes.
¡Oh Montalba! Mucho me extraña que tú, precisamente tú me digas eso. Siempre he sido de confianza entre los tuyos.
Sí. Es verdad, Jerjes; entre los míos, pero no en la casa ajena.
Me excusas si te he importunado, Montalba, pero te he buscado por todas partes desde que me inscribí en la universidad. Hasta encontrarte. Son tantas, son tantas las cosas que tengo para hablar contigo que te las podría decir todas, Montalba, con un monosílabo.
Veo que estás muy filosófico, Artajerjes.
No es filosofía, Montalba, sino la vida. La vida es, Montalba, una elección, venturosa o fatal, pero elección al fin.
Bueno, yo, yo no puedo recibirte ahora. Esta no es mi casa, Artajerjes. Ves que me voy a enrolar la cabeza, y mi amiga Lorenza va a salir, y es quien me enrola siempre, ¿ sabes?
¡Oh, sí sí! Sólo pedí permiso para saludarte. No más, Montalba. Pero dime, ¿cuándo puedo venir a visitarte.... Montalba?
Yo... yo... Artajerjes... yo, no, yo no puedo casi ni recibirte. Pero... déjame ver... Ah! Sí. Será grato hablar contigo, Artajerjes. Mamá, que siempre te menciona, te recibirá con alegría. Ven el domingo, sí, a las cinco de la tarde...
Que la paz de Dios sea contigo, Montalba.
Y contigo también, Artajerjes. Sí, hasta luego.
¿Viste otra vez? Eran dos puntos para una misma coincidencia que terminaría separándolos definitivamente. Oscar Felix, tu amigo de pensión, a esa misma hora se sintió acorralado por la indiferencia capitalina, y vino adonde él te había localizado a la bella de Montalba. Tú no sabías que el padre de tu Julieta había fallecido. Ni sabías que su madre, desde hacía unos meses, se encontraba enferma. Tampoco sabías que sus hermanos eran militares de carrera. Solo sabías que la amabas locamente. He aquí empero que ya Montalba se había terminado de enrolar adonde su amiga Lorenza cuando llegó Oscar Felix, preguntando por tí. Allí, en la casa, le contestó Altagracia, prima de Montalba, diciendo: “Artajerjes Valle Mar? Dios qué nombre!”. Fue entonces cuando llegó Montalba y hubo buenas atenciones para Oscar, el amigo de Artajerjes. Allí estuvo, hasta que miró al novio de la hermana de crianza de tu Julieta y la acusó de haber dado amores a un joven sin ninguna hombría revolucionaria, sin aspiraciones concretas. La UASD había creado un mito, sí, te acuerdas. Todos aquellos revolucionarios, después de graduados, olvidaban sus bellos discursos, vivían a espaldas a lo que ellos aprendieron a llamar pueblo, sociedad. Y se acabó todo. Quizás pensaron dime con quién andas y te diré quién eres, y se acabó todo. Todo al suelo. Después de aquella indiscreción de tu amigo de pensión, inútiles fueron tus ruegos y llamadas telefónicas para que Montalba, la bella y orgullosa Montalba, te oyera siquiera un segundo.
Venir uno de padres que eran adolescentes apenas, cuando supieron que los mismos apellidos se pisaron la cruz blanca del hogar. El fruto del amor de los adolescentes, ya hombres y mujeres procreados para continuar poblando la ciudad del sueño, no pudo ser el canto del gallo anunciando el nuevo amanecer, al ser rechazados por las raíces de ambos árboles genealógicos. Y venir uno al mundo para que el luto que no cesa como fuente del odio sempiterno por la sangre derramada, siga cayendo sobre la cabeza de inocentes generaciones. Y amarse ahora, amarse con amor loco. Amarse con pasión eterna, caer de rodillas, implorante, cayendo al fondo de la tierra, sin tiempo para recordar en cada estrella no aplaudida el canturreante Keats: “Lo hermoso es verdadero y lo verdadero es hermoso: eso es todo cuanto sabemos en la tierra y todo cuanto necesitamos saber”. ¿Por qué desvivir esperando príncipes azules, princesas azules, cuando nacemos con el amor entre nuestras manos? ¿Acaso no es hermoso saber que en la ciudad, no pudiendo darle una educación particular a las capas privilegiadas, les deba a éstas las aulas A y B, y las otras letras del abecedario, la mayoría por cierto, eran para los desamparados de la fortuna oficial, reforzando una clase psicológicas que los separada de todos, desligándolos de la realidad, de su tiempo, del papel que la naturaleza les ha llamado ajugar?; entonces esperamos al que no quedó de llegar a compartir nuestro destino; y ésa era, ¡Oh Jerges!, tu desgracia en relación con Momtalba, ¿no?.
La vida empero es así. Montalba te contó todo. Vio que eras distinto, fiel. Desvivías entonces. Amor, amor. Quieres saber si eres un amor en mi vida o el amor de mi vida, piensas, desamarrando el nudo a tu garganta, y poder ofrecerle tu eterno madrigal. Le confesaste entonces, dicendo:
En la vida de un hombre, adorada mía, pueden existir amores varios. Hay un amor empero, un amor ante el cual no somos libres; es un amor grande, ante el cual no somos sino una extensión del Yo del Otro, y frente a este grande amor todo mundo cae de rodillas. El mismo corazón desvive lleno de miedo. Sin saber que lo que más quiere es morir de viejo junto a este Otro al que pertenece su Yo; y pertenecerá siempre, siempre. Como toda mi vida ha sido y será siempre, siempre, Montalba, una eterna adoración de la vida tuya...
Montalba no pudo menos que gritar entonces, en medio de Las Marías, ante la mirada envidiosa de todos los presentes, besándote una y otra vez, con lágrimas en los ojos, diciendo:
¡Oh! Mio amor.
Mi vida.
¿Por qué no me lo confesaste, entonces?
Y todo fue un nuevo hágase la luz, y se hizo, y vieron que la luz era buena, maravillosa. ¡Oh, el amor es la luz! Entonces, ¡Oh Jerjes!, esa misma noche Montalba fue tuya, tú fuiste enteramente de Montalba, porque al que Dios se lo da San Pedro se lo bendiga , ¿ no? Pero, ¡Oh trágico destino de los grandes amores!, el hígado nuevamente averiado de aquella diosa providencial atrapada entre pulidas capas ambarinas, o aprisionada tras las puertas de tisanas del amor que quería como una luna torera herir todo el cielo de noche de nubes sombrías, solamente le reservaba días de vida. Pero no; harías esfuerzos extraordinarios para salvarla... Tu sueldo como profesor interino tal vez, pensabas, podría salvarla. No sé... Ahora sientes tu cadáver sobre el duro pavimento del aire irrespirable rumbo al fondo del derrumbe de tu casa de pesadillas, tienes a la propia Montalba libertándote de la muerte que os espera... desde el alba........ desde el alba en cruz de tus pasiones... caídas como mariposas sin alas puestas a la altura del cielo... caídas en las mismísimas jurunelas de julio.....!! fatal!!!
Profesor, profesor. Ya terminamos todos, profesor...
Cóomo!, Abram.
Que ya resolvimos los teoremas, profesor...
Terminaron todos, ya.
Síiii, profesoorrr.
Afuera, en el campus secundario sombreado por las javillas, los framboyanes y las acacias que se carcajeaban al paso del viento del mediodía, el sol caía orate. Mas no te fue posible corregir los teoremas en la pizarra, pues La Directora había enviado al mensajero por tí, y además, los alumnos recogieron sus útiles escolares y se dispararon fuera de las aulas, llenando los amplios pasillos del plantel, con el tin-tin” del timbre que llamaba al recreo desde La Dirección Escolar Secundaria.
En la ciudad de sueño tú no eras de los de menos, porque tu abuelo había sido Comandante de Armas en el siglo pasado; nadie ignoraba, por otra parte, que el abuelo era de sangre española, ¿no? Sin embargo, ignorabas el odio sempiterno que sufrías por las cruces que cayeron en el hogar de la antigua Villa de Santa Cruz, ¿Sí?.... Ibas caminando despacio, ni siquiera te diste cuenta de la expresión burlona de los otros profesores, cuando les pasaste por la vera. Sólo a la profesora Matea, le oíste decir, “Tendrá que coger prestada la cabeza de un carpintero”; y continuaste con tu aire de niño huérfano, decidido a cualquier cosa, porque en la ciudad del sueño todo es como una aguja recién hallada en un pajal de arroz de oculto centro de esfuerzo de tazas mal leídas.
Sí, Jerjes. No te fue posible corregir los teoremas a los alumnos, les prometiste hacerlo en la próxima clase. Además, era la hora del recreo. Era la hora, también del holocausto. Pensabas que ibas a ser confirmado en esa tarjeta vacante según los deseos de la ahora fallecida profesora titular de la misma. Pero qué va; la Directora del Liceo Manuel de la Candelaria te esperaba con esta otra alegre noticia: “ Profesor Artajerjes Vallemar. Mire aquí su cheque correspondiente a las clases que impartió durante el mes de julio próximo pasado. Lamento comunicarle un Memorandum de su primo, el Director Regional, dando por terminada tu interinnidad en este plantel de educación media, claro está, él hace promesas inequívocas de tenerlo siempre en cuenta, por ser Usted un excelente maestro de las matemáticas, área en la cual la calidad brilla por su ausencia... Personalmente, profesor Vallemar, no entiendo a este pueblo, realmente no lo entiendo... Valores como Usted no deben perderse jamás..”. La Directora tal vez fingió no saber la ironía del mensaje de aquella promesa inequívoca de tomarlo siempre en cuenta, cuando no hay mal que dure cien años,
ni cuerpo que lo resista...
Y fue entonces, ¡Oh Artajerjes!, cuando viste que en la vida es más difícil ser que no ser; y la noche, cruel, corrió toda hacia tu corazón herido... sin salvación. Nomás atinaste a gritar:
!!!Ay de tí, Jerjes..!!!.
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