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¿CUAL ES LA TEORIA MODERNA DEL ESTADO DE DERECHO?

¿CUAL ES LA TEORIA MODERNA DEL ESTADO DE DERECHO?

 

 

¿Cuál ES LA TEORIA MODERNA DEL ESTADO DE DERECHO?

 

 

A decir del eximio Manuel a. Amiama, en sus extraordinarias Notas de Derecho Constitucional, el Estado es una comunidad social, más o menos numerosa, con una organización gubernativa propia e independiente de toda otra comunidad, y asentada sobre un territorio propio; que, por tanto, lo esencial a la idea de Estado es la posesión de una organización gubernativa propia y la independencia de ésta de toda otra comunidad, y que hay Estados que han entrado con otros en federaciones y confederaciones, con una organización gubernativa superior a todos los Estados que forman la federación o la confederación, sin que por esto dejen de ser Estados. Pero, en el Derecho Constitucional, siempre que se habla de Estado, sin mayor aclaración, se entiende que se habla de un Estado independiente (p.13).

 

Es el Estado sometido a la limitación inmanente por el derecho positivo o a la limitación trascendente-inmanente por los derechos individuales, o a la limitación trascendente por el derecho natural.  No es el Estado que  realiza Derecho, porque ello es esencial a todo Estado, ni el Estado con vocación ética de justicia, pues esto puede formalizarse también de todo Estado en cuanto realiza derecho.  Significa que a todo principio de derecho acompaña la seguridad de que el Estado se obligue a sí mismo a cumplirlo; o, en otros términos, que el derecho sujeta tanto a los gobernados como a los gobernantes (S. Lanares Quintana;  Diccionario Jurídico, de María Laura Valletta).

 

Herbert Marcuse, en su importante libro Razón y Revolución Hegel y el surgimiento de la teoría social,  nos enseña cómo surge el Estado, como un proceso superior de progreso social. Nos dice lo siguiente:

 

El lenguaje, pues, hace posible que el individuo tome una posición consciente en contra de sus semejantes y mantenga sus necesidades y deseos en contra de los de los otros individuos. Los antagonismos que resultan de ello son integrados mediante el proceso del trabajo, que se convierte también en la fuerza decisiva del desarrollo cultural. El proceso del trabajo determina varios tipos de integración y condiciona todas las formas subsiguientes de comunidad que corresponden a estos tipos: la familia, la sociedad civil y el Estado (los dos últimos términos aparecen sólo posteriormente en la filosofía de Hegel). El trabajo une primero a los individuos en familia, la cual se apropia como “propiedad familiar” 11, los objetos que le proporcionan su subsistencia. Sin embargo, la familia y sus propiedades se encuentran entre otras familias que poseen propiedades. El conflicto que se desarrolla entonces no ocurre entre el individuo y el objeto de sus deseos, sino entre un grupo de individuo y el objeto de su deseo, sino que un grupo de individuos (una familia) y otros grupos similares. Los objetos han sido ya “apropiados”; son (actual o potencialmente) propiedad de individuos. La institucionalización de la propiedad privada significa para Hegel que los “objetos” han sido finalmente incorporados al mundo subjetivo: los objetos no son ya cosas “muertas”, sino que pertenecen, en su totalidad, a la esfera de la autorrealización del sujeto. El hombre los ha elaborado y organizado volviéndolos, de este modo, parte constitutiva de su personalidad. La naturaleza toma así lugar en la historia del hombre, y la historia se vuelve esencialmente historia humana. Todas las luchas históricas se convierten en luchas entre grupos de individuos que poseen propiedades. Esta concepción de largo alcance ejerce una influencia total sobre la subsiguiente construcción del dominio del Espíritu” (Obra citada, p.79,80, Libro de Bolsillo Alianza Editorial, Madrid, 1971).

 

De ahí que Ignacio Molina en colaboración con Santiago Delgado, de Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1998, 2001, en sus Conceptos fundamentales de Ciencia Política, nos dice respecto del Estado que éste es, al mismo tiempo que una comunidad política estable que agrupa una población en interacción social; e institución jerárquica fundada sobre impuestos y leyes que regulan a ese grupo humano. En ese último sentido el concepto se enfrenta al de sociedad civil y se acerca a la noción amplia de gobierno como aparato en el que residen los poderes públicos, que se plasman en ejército, burocracia o diplomacia exterior. No obstante, la idea de Estado es más amplia ya que incluye la definición de los intereses  permanentes de la organización y no se limita, como el gobierno, a la dirección del proceso político presente. Existen muy diferentes concepciones de lo que representa el Estado, tanto en la historia como en la actualidad, que normalmente se reflejan en doctrinas prescriptivas sobre el papel que debería jugar en el futuro. Con independencia de las formas políticas pre-estatales (polis clásicas, imperios antiguos y reinos medievales), el Estado moderno surgió con la teoría absolutista que pretendía justificar monarquías fuertes para evitar que la competición feudal o religiosa arruinara a Europa. Posteriormente, cuando dicha función estaba asegurada pero el Antiguo Régimen y el mercantilismo proteccionista perjudicaban los intereses de la burguesía ascendente, las revoluciones liberales aportaron un nuevo diseño de Estado como mero guardián, mínimamente implicado en la regulación de la actividad social y respetuoso con el libre comercio y ciertos derechos individuales (Ob. Citada Págs.48,49).

 

Veamos qué nos dicen sobre el Estado,  dentro de la infinidad de autores que podríamos consultar, José Humberto Villalobos y Claudia Verenice Agramón Gurrola, en su Derecho internacional público: “

 

Según Kelsen, constituye la personificación del orden jurídico. Existe cuando cuenta con un territorio determinado, un pueblo asentado en el mismo, o sea una comunidad de personas que vivan juntas, aun cuando sean de diferentes razas o credos; y un gobierno propio que, a la vez que representa al pueblo, ejerce sobre él autoridad efectiva conforme al respectivo ordenamiento nacional y es independiente de toda autoridad externa.

 

Accioli señala que “desde el punto de vista del derecho internacional el Estado es una comunidad política independiente, establecida permanentemente en un territorio determinado, bajo un gobierno y capaz de mantener relaciones con otras colectividades”. Esta definición se encuentra de acuerdo con lo estipulado por la Convención sobre Derechos y Deberes de los Estados, concluida en Montevideo en 1933, cuyo artículo primero señala que “el Estado, como personal de derecho internacional debe reunir los siguientes requisitos; I, población permanente, II, territorio determinado,  III, gobierno, y IV, capacidad de entrar en relaciones con los demás Estados.

 

Algunos autores como Hyde añaden un quinto elemento: que la población de que se trate haya alcanzado un grado de civilización suficiente como para permitirle cumplir con los principios del derecho que se estima que rigen a los miembros de la comunidad internacional en sus relaciones entre sí. El propio Hyde no considera indispensable para la existencia del Estado el que sea independiente, pues afirma que para satisfacer el cuarto de los requisitos arriba enunciados, basta con que la respectiva entidad esté de hecho asociada con los miembros de la comunidad internacional a través, por ejemplo, de los tratados que aunque no hayan sido concertados directamente por la entidad en cuestión, signifiquen la existencia en los hechos de reacciones concretas de la propia entidad y las otras partes contratantes.

 

Otros autores como Rousseau afirman que las notas de carácter político-social que debe reunir el Estado, vale decir las de población, territorio y organización política, a las que está sometida la referida población, no bastan para determinar la existencia de un Estado. Se requiere adicionalmente, dicen, la presencia de una nota de orden jurídico, que no sería otra que la de independencia. En la misma vena, Oppenheim exige una cuarta nota, que para él radica en la de ser soberano: “Soberanía es una autoridad suprema, autoridad independiente de toda otra autoridad terrenal. Soberanía  en el sentido más  estrecho y estricto del término implica, consecuentemente, completa independencia, dentro y fuera de las fronteras del país.

 

Debe tenerse presente que la teoría clásica de la soberanía estatal, que implica un aspecto positivo (facultad de dar órdenes no condicionadas) y otro negativo (derecho de no recibirlas de ninguna autoridad), ha sido desechada. Se admite ahora que el derecho internacional de los órdenes jurídicos nacionales. El Estado independiente puede determinarse a sí mismo en todos sus asuntos sin estar sometido a las directivas de otro Estado; puede regular libremente su forma de Estado y de gobierno; puede determinar su organización interna, regular el comportamiento de sus nacionales y fijar sus políticas interna y exterior. Pero la naturaleza misma del derecho internacional es la de un cuerpo normativo de cumplimiento obligatorio para todos los Estados miembros de la comunidad internacional. Sólo admitiendo la presencia de un orden normativo superior como resulta posible, desde el punto de vista jurídico, la existencia de Estados independientes entre sí (Obra citada, Págs. 68-69, Diccionarios jurídicos temáticos, Segunda serie Vil.7, Oxford).

 

 

En El Hombre y El Estado, específicamente en el Capítulo Primero sobre El Pueblo y El Estado, sección V titulada El Estado, Jacques Maritain, hace las siguientes observaciones, sin desperdicio alguno, que copiamos a continuación; a saber:

 

De esta enumeración de las características  del cuerpo político, deberá resultar evidente que el cuerpo político difiere del estado. Este es sólo aquella parte del cuerpo político especialmente interesada en el mantenimiento de la ley, el fomento del bienestar común  y el orden público, así como la administración de los asuntos públicos. El estado es una parte que se especializa en los intereses del todo. No es un hombre ni un conjunto de hombres; es un haz de instituciones combinadas que forman una máquina situada en la cima:  este tipo de obra de arte ha sido construido por el hombre y utiliza cerebros y energías humanas y no es sino hombre, pero constituye una encarnación suprema de la razón, una superestructura impersonal y perviviente, cuyo funcionamiento se podría calificar de racional en segundo grado, dada la actividad de la razón que contiene, pero que limitada por la ley y por un sistema de reglamentaciones universales es más abstracta, más alejadas de las contingencias de la experiencia y también más despiadada que nuestras vidas individuales.

 

El estado no es una encarnación suprema de la Idea como creía Hegel; ni tampoco una especie de superhombre colectivo; el estado no es sino un organismo facultado para utilizar el poder y la coerción, integrado por expertos o especialistas en ordenamiento y bienestar públicos, un instrumento al servicio del hombre. Poner al hombre al servicio de ese instrumento es perversión política. El ser humano como individuo  es para el cuerpo político, y el cuerpo político es para el ser humano como persona. Pero en modo alguno el hombre es para el estado, sino el estado para el hombre.

 

Cuando decimos que el estado es la parte superior del cuerpo político, significamos que es superior a los restantes órganos o partes colectivas de ese cuerpo, pero no que sea superior al cuerpo político en sí. La parte siempre es inferior al todo. El estado está al servicio del cuerpo político como un todo, puesto que es inferior al cuerpo político como tal todo. ¿Es siquiera el estado la cabeza del cuerpo político? Difícilmente, ya que la cabeza del ser humano es un instrumento de tales poderes espirituales de intelecto y voluntad que todo el cuerpo se le subordina; en cambio, las funciones ejercidas por el estado son para el cuerpo político y no a la inversa.

 

               La teoría que acabo de resumir, y que considera al estado como parte o instrumento del cuerpo político, subordina a él y dotada de la máxima autoridad, no por derecho propio ni para su beneficio, sino únicamente en virtud de y para el cumplimiento de las exigencias del bien común, puede calificarse de teoría “instrumentalista” que establece la genuina noción política del estado. Pero nos vemos confrontados con otra noción absolutamente distinta, la noción despótica del estado, basada en una teoría “substancialista” o “absolutista”. Según ésta, el estado es un sujeto de derecho, es decir, una persona moral y, por tanto, un todo; como consecuencia, o bien se superpone al cuerpo político o lo absorbe por completo, disfrutando de poderes supremos en virtud de su propia naturaleza, de sus derechos inalienables y de su propio interés supremo.

 

Desde luego, hay en todo lo grande y potente una tendencia instintiva –y una especial tentación- a sobrepasar los propios límites. El poder tiende a aumentar el poder; la máquina del poder a extenderse incesantemente; la maquinaria legal y administrativa suprema a la autosuficiencia burocrática; quisiera considerarse un fin y no un medio. Quienes se especializan en los asuntos del todo propenden a estimarse el todo mismo; el estado mayor a creerse todo el ejército; las autoridades eclesiásticas, toda la Iglesia; el estado, todo el cuerpo político. Por lo mismo, el estado tiende a adscribirse para sí un bien común peculiar –su propia preservación y desarrollo- distinto del orden y bienestar público, que son sus fines inmediatos, y del bien común general, que es su finalidad suprema. Todas estas calamidades no son sino ejemplos del exceso o abuso “natural”.

 

Pero se ha producido algo mucho más específico y grave en el desarrollo de la teoría substancialista o absolutista del estado. Este hecho se puede comprender solamente ante la perspectiva de la historia moderna y como una secuela de las estructuras y concepciones peculiares del Imperio Medieval, la monarquía absoluta de la época clásica francesa y el gobierno absoluto de los Estuardo en Inglaterra. Es bastante notable que la palabra estado haya hecho su aparición en el curso de la historia moderna; la noción de estado se hallaba implícita en el concepto antiguo de ciudad (civitas), el cual implica esencialmente cuerpo político, y más aún en el concepto romano de Imperio; pero nunca se empleó de un modo explícito en la antigüedad. De acuerdo con una norma histórica, desgraciadamente muy recurrente, tanto el desarrollo normal del estado –que fue en sí mismo un sano y genuino progreso- como el de la espúrea –absolutista- concepción jurídica y filosófica del estudio tuvieron lugar al mismo tiempo.

 

Una explicación adecuada de ese proceso histórico exigiría un prolongado y detenido análisis. Me limito a sugerir que en la Edad Media la autoridad del emperador, y al comienzo de nuestra época moderna la de los reyes absolutos, descendía de arriba sobre el cuerpo político, al que se superponía. Durante siglos la autoridad política fue el privilegio de una “raza social” superior que tenía el derecho –y creía que era un derecho inalienable innato u otorgado por Dios- al poder supremo y a gobernar, así como a constituirse en guía moral del cuerpo político, integrado –en su opinión- por gentes en minoría de edad, capaces de efectuar demandas, formular objeciones, y hasta de amotinarse, mas no de gobernarse. De manera que en la “edad barroca”, aun cuando la realidad del estado y el sentido del estado tomaban forma progresivamente como grandes realizaciones jurídicas, el concepto de estado surgía más o menos confusamente como concepto de un todo –identificado a veces con la persona del rey-, al cual se superponía o bien envolvía al cuerpo político y gozaba del poder desde arriba en virtud de su propio e inalienable derecho, es decir, que poseía la soberanía. Pero en el genuino sentido de la palabra –el cual depende de la formación histórica del concepto de soberanía, anterior a las diversas definiciones de los juristas- la soberanía implica no sólo la verdadera posesión de y el derecho al poder supremo, sino un derecho que es natural e inalienable a un poder supremo, el cual es supremo separado de y por encima de sus súbditos.

 

En tiempo de la Revolución francesa se mantuvo ese mismo concepto del estado, considerado como un todo en sí, pero transfiriéndolo del rey a la nación, erróneamente identificada con el cuerpo político. De aquí parte la identificación de nación, cuerpo político y estado. Y el concepto mismo de soberanía, como un derecho inalienable, natural o innato para un poder supremo trascendente, se conservó también, aunque pasando igualmente del rey a la nación. Al mismo tiempo, en virtud de una teoría voluntaria de la ley y la sociedad política, que alcanzó su cenit en la filosofía del siglo XVIII, el estado se convertía en persona (una sediciente persona moral) y sujeto de derecho en tal forma que el atributo de absoluta soberanía, adscrito a la nación, tenía que ser reclamada y ejercido inevitablemente por el estado.

 

De ese modo sucedió que en los tiempos modernos la noción despótica o absolutista del estado fue ampliamente aceptada como un dogma democrático entre los teóricos de la democracia... hasta el advenimiento de Hegel, el profeta y teólogo del estado totalitario y divinizado. En Inglaterra las teorías de John Austín sólo tendían a domesticar y civilizar un poco al Leviatán de Hobbes. Ese proceso de aceptación se vio favorecido por una propiedad simbólica que genuinamente pertenece al estado, a saber, el hecho de que cuando vemos veinte cabezas de ganado pensamos en veinte animales, ya que en la misma forma la parte más sobresaliente del cuerpo político representa naturalmente el todo político. Más aún, la noción de este último se eleva a un alto grado de abstracción y simbolización, ascendiendo la conciencia de la sociedad política a una idea más rotundamente individualizada del concepto de estado. En la noción absolutista del estado ese símbolo se torna realidad y se hace hipóstasis. De acuerdo con tal noción el estado es una nómada metafísica, una persona; es un todo en sí mismo, el propio todo político en su grado supremo de unidad e individualidad. Por tanto, absorbe en sí el cuerpo político del cual emana, al igual que todas las voluntades individuales o particulares que, según Juan Jacobo Rousseau, engendran la voluntad general dentro de un orden místico, para morir y renacer en su unidad. Y disfruta de una soberanía, como una propiedad esencial y un derecho.

 

Ese concepto del estado, obtenido por la fuerza en la historia humana, ha obligado a las democracias a incurrir en intolerables contradicciones. Por cuanto dicho concepto no forma parte de los dogmas auténticos de la democracia, ni pertenece a la real inspiración y filosofía democráticas, sino a una herencia ideológica espúrea que ha vivido sobre la democracia como un parásito. Durante el imperio de la democracia individual o “liberal”, el estado, convertido en absoluto, desplegó una tendencia a reemplazar al pueblo, dejándolo en cierta medida al margen de la vida política; pudo igualmente provocar guerras entre las naciones que perturbaron la existencia del siglo XIX.  Sin embargo, después de la era napoleónica, la filosofía democrática y las costumbres políticas que prevalecieron en aquel entonces, restringieron las peores implicaciones de este proceso. Fue precisamente con el advenimiento de los regímenes totalitarios cuando se llevaron a la práctica tan lamentable implicaciones, y el estado, convertido en un amo absoluto, mostró su verdadera faz. Nuestra época ha tenido el privilegio de contemplar al estado totalitario de la Raza en el nazismo germano, el de la Nación en el fascismo italiano y el de la Comunidad Económica en el comunismo ruso.

 

Es preciso, pues, insistir sobre el siguiente punto: la tarea más urgente a realizar por parte de las democracias es el desarrollo de una justicia social y el mejoramiento de la dirección económica mundial, al tiempo que se defienda de las amenazas totalitarias del exterior y de la expansión totalitaria en el mundo; mas persecución de dichos objetivos involucrará, de manera inevitable, el riesgo del estado desde arriba, pero tendremos forzosamente que aceptar ese riesgo en tanto que nuestra noción del estado no quede redefinida sobre unos cimientos auténtica y genuinamente democráticos, y mientras el cuerpo político no haya renovado su estructura y su conciencia, de manera que el pueblo se halle mejor equipado para el ejercicio de la libertad, y el estado sea un verdadero instrumento para el bien común de todos. Solamente entonces ese organismo sobresaliente (el estado) que nuestra moderna civilización torna más y más necesario para la personalidad humana en su progreso político, social, moral e incluso intelectual y científico, dejará de ser una doble amenaza para las libertades de la persona y de la inteligencia y la ciencia. Sólo entonces quedarán restablecidas las funciones supremas del estado –garantizar el derecho y facilitar el libre desenvolvimiento del cuerpo político- y los ciudadanos recuperarán el sentido del estado. Únicamente entonces alcanzará el estado su verdadero dignidad, que no procede del poder y el prestigio, sino del ejercicio de la justicia” (Obra citada, Págs.25-32, Impreso en la Argentina, Segunda Edición, Abril 1952).

 

En su Derecho Constitucional, Tomo I, Principios y derechos constitucionales, de Adolfo Gabino Ziulu, respecto de Las Formas del Estado, nos enseña lo siguiente: El término “Estado” fue introducido en la literatura política por Maquiavelo, a principios del siglo XVI, al menos en su significación más moderna46. Hay una pluralidad de concepciones con relación a su significado. Las más difundidas lo vinculan con la sociedad políticamente organizada y con la estructura de dominación. A este respecto, enseña Jellinek que allí donde hay una comunidad con un poder originario y con medios coactivos para ejercerlo sobre sus miembros y su territorio, conforme a un orden que le es propio, allí existe un Estado.

 

En nuestro criterio, agregamos que el Estado no ha sido instituido para suplantar a la persona, a la familia ni a las sociedades intermedias, sino para protegerlas en sus derechos y su dignidad, y darles los medios y las condiciones para su pleno desarrollo.

 

Mediante las formas de Estado se estudia la distribución territorial del poder, es decir, cómo es ejercido éste, atendiendo, básicamente, a los principios de la centralización o descentralización política en sus diversos matices.

 

La principal tipología de las formas de Estado distingue cuatro categorías: Estado unitario, Estado confederal, Estado federal y Estado regional. Analizaremos muy brevemente cada una de ellas.

 

a) Estado unitario.

 

Esta categoría constituye la máxima expresión de la centralización política. Existe un solo núcleo de autoridad con competencia  territorial en todo el ámbito geográfico del país. En algunos casos se admite cierta descentralización, pero ésta es meramente administrativa, y no política.

 

La mayor parte de los Estados actuales están organizados con esta modalidad. Constituyen ejemplos de Estados unitarios, entre otros, Bélgica, Francia, Suecia, Noruega, Uruguay, Chile y Perú.

 

b) Estado confederal.

 

La confederación es la unión de Estados independientes, basada en un pacto o tratado, con el propósito de defender exteriormente sus intereses y mantener en su interior la paz. Supone el máximo grado de descentralización política.

 

Los Estados miembros conservan para sí el ejercicio de la soberana, y pueden ejercerse los derechos de nulificación y de secesión. El primero de ellos los autoriza a revisar, y eventualmente censurar, las normas jurídicas que dicta el Estado central. El derecho de secesión implica la posibilidad de que un Estado miembro pueda separarse del resto de los Estados confederados.

 

La confederación, como forma de organización de un Estado, constituye en nuestro tiempo una categoría virtualmente inexistente. Es posible, empero, mencionar algunos ejemplos históricos: la Confederación de los Estados Unidos de Norteamérica, entre 1776 y 1787; la Confederación Suiza, entre 1815 y 1848, y la Confederación Germánica, entre 1867 y 1871.

 

c) Estado federal.

 

La federación es la forma más extendida de descentralización política. También implica la unión de una pluralidad de Estados, que se realiza por medio de una constitución. Los Estados son autónomos pero carecen de soberanía, la cual recae únicamente en el Estado federal. Tampoco ejercen los Estados miembros los derechos de nulificación y de secesión, que resultan inadmisibles.

 

Su origen histórico se ubica en la Constitución de los Estados Unidos de 1787. En la actualidad existen diversas variantes de Estados federales. Se pueden citar como ejemplos, entre otros, los casos de Suiza, Alemania, Argentina, Brasil, Méjico, Venezuela, Canadá y Australia.

 

d) Esta categoría es presentada, por algunos autores, como una forma distinta de organización estatal. Sería una variante intermedia entre el unitarismo y el federalismo, caracterizada por el reconocimiento de las regiones. Éstas conforman ámbitos geográficos por lo general amplios, que no necesariamente coinciden con los límites políticos y que presentan importantes particularismos comunes.

 

La doctrina señala algunos ejemplos: Alemania, entre 1933 y 1934; Italia, a partir de 1947. Otros autores consideran que este último país es un Estado unitario” (Obra citada, Págs.28-30, Ediciones Depalma Buenos Aires, 1997).

 

Veamos que nos enseña Eduardo Jorge Prats sobre El Principio del Estado de Derecho. Jorge Prats, en su Derecho Constitucional, Volumen I, específicamente en el punto 3.2, dedicado a la Constitucionalidad, como último autor invitado a esta sección.

 

3.2. Constitucionalidad. El Estado de Derecho es un Estado Constitucional. Esto presupone la existencia de una Constitución que sirva de orden jurídico-normativo fundamental y que vincule a todos los poderes públicos. La Constitución confiere al orden estadual y a los actos de los poderes públicos medida y forma. Precisamente por eso, la ley constitucional no es tan solo, como lo sugería la teoría tradicional europea del Estado de Derecho, una simple ley incluida en el sistema normativo estadual. Muy por el contrario, la Constitución es una verdadera ordenación normativa fundamental dotada de supremacía y esta supremacía constitucional la que permite configurar la primacía del derecho como característica esencial del Estado de Derecho.

 

En 1844, el constituyente dominicano optó por la concepción norteamericana que redefinió el Estado liberal de Derecho continental europeo basado en el “imperio de la ley” o principio de legalidad y lo transformó en un Estado de Derecho incluido alrededor de “imperio de la Constitución” o principio de constitucionalidad. Ya hemos visto como, en la concepción constitucional europea –especialmente en la francesa-, el dogma de la soberanía nacional y su correlato de ley como expresión de la voluntad general, emanada del Parlamento, implicaba que las leyes adoptadas por los representantes del pueblo no tenían que someterse a lo establecido en la Constitución. De ese modo, la Constitución, despojada de todo carácter jurídico, quedaba reducida a cumplir su misión de organización de los poderes públicos y las instituciones políticas y no gozaba de ninguna supremacía sobre las leyes. Consecuencia de ello era que el Estado de Derecho tenía que definirse necesariamente alrededor del principio de legalidad, del imperio de una ley emanada directamente del pueblo a través de sus representantes. El resultado era que las mayorías imperaban a través de leyes que lograban aprobar en el Parlamento, quedando así indefensas las minorías.

 

Pero esa no fue y nunca ha sido la concepción de la Constitución dominicana. Para el constituyente dominicano, como para su homólogo norteamericano a quien emula, la Constitución tiene una fuerza jurídica vinculante e inmediata y es la primera de las normas del Estado. La República Dominicana nace bajo el imperio de la Constitución y no de la ley. De ahí que nunca en la historia dominicana  ha sido la ley el criterio legitimador de todas las actuaciones de los poderes públicos y de los ciudadanos sino que ese criterio ha sido esencialmente la Constitución. Ello no significa que el principio de legalidad quede anulado sino que el mismo se ubica en un lugar subordinado respecto al lugar de la Constitución. Es la concepción que expresa el Artículo 125 de la Constitución de 1844 y que es reproducida por las constituciones de febrero y diciembre de 1854, 1868 y 1872: “Ningún tribunal podrá aplicar una ley inconstitucional, ni los decretos y reglamentos de administración general, sino en tanto que sean conforme a las leyes”. Es la concepción que subyace tras el Artículo 46 de la Constitución vigente: “Son nulos de pleno derecho toda ley, decreto, resolución, reglamento o actos contrarios a la Constitución”. El Poder Legislativo, uno de los tres poderes clásicos del Estado, a lo largo de toda nuestra historia republicana, ha estado vinculado a la Norma Suprema y, por tanto, la ley no puede ser contraria a los preceptos constitucionales, a los principios de que éstos arrancan y a los valores a cuya realización aspira.

 

Las ventajas acarreadas por la decisión del constituyente de 1844 en cuanto a optar por el principio de constitucionalidad, a pesar de que permanecieron ocultas en las épocas más autoritarias y oscuras de nuestra vida republicana, hoy saltan a la vista y pueden ser efectivamente desarrolladas. En primer término, mediante el principio de constitucionalidad se obtiene una seguridad general en el Estado y en la sociedad al permanecer estable el último punto de referencia de la vida democrática, en la medida en que la Constitución queda al margen de los cambios de las mayorías. En segundo término, el contenido del principio democrático es ampliado porque ya no se basa solo en la regla de la mayoría sino también en la protección de las minorías. En tercer término, la ley resulta ser la expresión de la voluntad general en tanto está de acuerdo con la Constitución. En cuarto término, al ser la Constitución la norma suprema, ella traza los límites generales de todo el Derecho nacional, el cual debe estar basado en las exigencias constitucionales. Y, finalmente, la coherencia del ordenamiento jurídico, sistematizado jerárquicamente, se resuelve al ser la Constitución la que establece los sujetos de producción normativa. La Constitución resulta ser así la primera de las fuentes del Derecho y, en la medida en que regula las demás fuentes del Derecho, fuente de fuentes.

 

Ahora bien, el principio de constitucionalidad sería letra muerta sino se acompaña de un procedimiento adecuado de control de la constitucionalidad  de las leyes, tal como se impuso en los Estados Unidos a partir de la decisión Marbury vs. Madisón (1803) del juez Marshall. Por ello, el constitucionalismo dominicano, aún cuando no cuente con los textos constitucionales expresos que reconozcan la facultad de los tribunales dominicanos de ejercer el control de constitucionalidad, como ocurrió desde 1807 y desde 1942 hasta la fecha, siempre ha reconocido el derecho de las partes de alegar la inconstitucionalidad de las normas y la potestad de los jueces de inaplicar normas por inconstitucionales, aún cuando las partes no hayan solicitado dicha inconstitucionalidad. Esta carencia de textos expresos no es rara: aún el país que nos lega el control judicial de la constitucionalidad –Estados Unidos- carece de una consignación constitucional expresa del poder de los jueces de declarar inconstitucional las normas y allá en el Norte, como aquí en el Sur, el control de la constitucionalidad se introduce y reconoce sobre fundamentos derivados de los poderes naturales del juez. En todo caso, el control de constitucionalidad como mecanismo de asegurar el principio de constitucionalidad se refuerza a partir de 1994 al consagrarse, al lado del tradicional control difuso, el control concentrado de constitucionalidad a cargo de la Suprema Corte de Justicia con lo que República Dominicana viene a sumarse al concierto de países latinoamericanos que han optado por el modelo mixto de control de constitucionalidad.

 

El principio de constitucionalidad queda asegurado, además, por el procedimiento de reforma constitucional.  Y es que sería a todas luces antidemocrático que, para preservar la intangibilidad de la Constitución, no se estableciese un mecanismo determinado de reforma que, fruto de la autodeterminación política del pueblo en un momento dado, permita adecuar la Constitución a los nuevos tiempos. Como bien expresó el constituyente francés en el Artículo 28 de la Constitución de 1793”, “una generación no puede someter a sus leyes a las generaciones futuras”. Que se prevea un mecanismo determinado para reformar la Constitución permite modificar la misma cuando sea necesario y sin tener que acudir a la revolución o golpe de estado. Pero el procedimiento de reforma no puede ser el utilizado para la adopción de la legislación ordinaria pues, en ese caso, la Constitución estaría sujeta a los vaivenes y veleidades de las simples circunstanciales mayorías congresionales. Debe tratarse de un procedimiento que, al establecer una mayoría agravada para la reforma constitucional, ponga de manifiesto la superioridad del texto constitucional. Yo lo decía el juez Marshall: “O la Constitución es una ley superior, suprema, inalterable en forma ordinaria o bien se halla al mismo nivel que la legislación ordinaria y, como una ley cualquiera, puede ser modificada cuando el cuerpo legislativo lo desee. Si la primera alternativa es válida, entonces una ley del cuerpo legislativo contraria a la Constitución no será legal; si es válida la segundo alternativa, entonces las Constituciones escritas son absurdas tentativas que el pueblo efectuaría para limita un poder que por su propia naturaleza será inadmisible”.

 

Del principio de constitucionalidad se deducen otros elementos constitutivos del Estado de Derecho: (i) la vinculación de todos los poderes públicos a la Constitución; (ii) la vinculación de todos los actos del Estado a la Constitución; (iii) el principio de reserva de Constitución; y (iv) la fuerza normativa de la Constitución” (Obra citada, Págs.634-637, Impreso por Amigo del Hogar, República Dominicana, 2003).

 

Ya al final del capítulo sobre El Principio del Estado de Derecho, especialmente en el punto 5. Estado de Derecho y Democracia, Jorge Prats, dice algo que no debemos pasar por alto, en congruencia con Habermas y Riveras Ramos. Veamos.

 

  5. ESTADO DE DERECHO Y DEMOCRACIA. El Estado Constitucional de la actualidad no solo es Estado de Derecho sino también Estado Democrático. De ahí que todo Estado de Derecho debe ser Estado de Derecho Democrático. Los límites al poder propios del Estado de Derecho, como bien presentía Tocqueville, se hacen más imprescindibles allá en donde el poder emana del pueblo, pues el riesgo absolutista o totalitarismo es mayor donde aparece recubierto bajo la aureola de la voluntad popular. Pero el Estado de Derecho que no es democrático pronto pierde su legitimidad la cual solo puede ser hoy la que proviene de elecciones populares libres, celebradas periódica y regularmente. Sin embargo, una democracia que no respete los principios fundamentales del Estado de Derecho pronto también devendría ilegítima, pues el respeto de las libertades y derechos básicos forma parte de la legitimidad de los gobiernos. De ahí que el “corazón político” no hay que partirlo entre la voluntad popular y el imperio del derecho, entre la libertad positiva de la democracia y la libertad negativa del Estado de Derecho, entre la distancia y la defensa ante el Estado y su participación en éste. El Derecho y el poder pueden perfectamente articularse en el Estado de Derecho Democrático (HABERMAS). En la actualidad, no hay que escoger entre ser burgués o ser ciudadano, pues ambas condiciones están indisolublemente ligadas: también los derechos de los ciudadanos, de participación, de pluralismo político, están protegidos por el Estado de Derecho. Más aún, los derechos económicos, sociales y culturales del Estado Social en la medida en que son efectivamente tutelados permiten corregir las distorsiones que crea la exclusión total o parcial de los ciudadanos del proceso de toma de decisiones ocasionada por las desigualdades sociales y económicas que por esencia imponen severos condicionamientos al ejercicio democrático. (RIVERA RAMOS)”,(Obra citada, Págs.656-657).

 

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